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a sí, pero si no lograba, en su caritativo
intento, ponerle en el buen camino, no tardaba en
expulsarlo.
-De un canasto lleno de fruta sana, decía, hay
que quitar la fruta podrida, para evitar que toda
se corrompa.
Brillaba, sin embargo su prudencia en tan
delicadas circunstancias. El teólogo Leonardo
Murialdo le preguntó un día cómo hacía cuando
había faltas contra las buenas costumbres en el
Instituto. Don Bosco le respondió:
-Cuando esto sucede llamo aparte a mi ((**It4.570**))
habitación al joven a quien se acusa, observándole
que me obliga a hablar de un tema del que San
Pablo no quiere se tenga conversación; después le
hago notar la gravedad del mal cometido. Si así lo
exige la caridad con los demás, a la chita
callando, le envío a casa de sus padres. Pero no
le doy ningún castigo, en evitación de mayores
males, como serían las conversaciones que
naturalmente harían sobre el particular los demás
alumnos.
Así, cuando le era posible, salvaba también el
honor de los culpables. Se vio en ocasiones
desaparecer de repente a algún alumno del
Oratorio, y ninguno se preocupó de ello, ni
siquiera los clérigos, porque permaneció oculto el
verdadero motivo de su partida. A lo sumo se creyó
que había sido voluntad de los padres, por asuntos
de familia, o por enfermedad.
Don Bosco, puesto en esta doble necesidad, a
duras penas sostenía las lágrimas pensando en la
mala suerte del culpable, y no le licenciaba sin
darle un último recuerdo: <>.
Terminemos con la palabras de monseñor
Cagliero: <>.
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