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años que estuve con él, le vi dar un pescozón a
unos impertinentes que habían proferido una
blasfemia. Se veía en su rostro en aquel instante
el horror que le inspiraba aquella monstruosidad.
Me dijo un día:
>>-Hasta cuando oigo en confesión acusarse de
una blasfemia, siento como herido el corazón y me
faltan las fuerzas.
>>Por lo demás, con sus admirables virtudes de
templanza y fortaleza, no le vi ni siquiera
turbarse durante más de treinta años que estuve a
su lado>>.
Hemos hablado hasta ahora de los castigos
individuales; pero cuando se trataba de faltas,
cometidas por toda una clase o por una gran parte
de la comunidad, >>qué hacía don Bosco para poner
orden y castigar a los irreflexivos? Nos
apresuramos a responder que en el Oratorio no se
dio nunca ese tipo de escenas molestas de
insubordinación que se lamentan en ciertos
colegios. No pasaban de chiquilladas, a las que,
sin embargo, era menester poner remedio, según la
regla de principiis obsta (opónte a los
principios).
En tales ocasiones don Bosco escuchaba con
atención las quejas de los asistentes, investigaba
las causas que le exponían sobre el desorden, les
inculcaba justicia e imparcialidad y ((**It4.565**)) tener
muy en cuenta no dejarse guiar por la pasión de la
cólera o por una amistad particular, y, sobre
todo, huir de los castigos violentos. Rechazaba
toda idea de castigo general, aunque fuera para un
solo dormitorio, porque esto irrita a los
inocentes que se encuentran siempre en tales
ocasiones en medio de los culpables, y reservaba
para sí mismo la corrección.
>>Se trataba de muchas opiniones que indicaban
dejadez en el estudio, de poca observancia del
reglamento para hablar con facilidad en los
lugares donde estaba prescrito el silencio, de
faltas repetidas contra el amor fraterno por
cualquier fútil disensión, o también de
desatención a los avisos de los asistentes? Don
Bosco aplicaba un remedio que siempre le dio buen
resultado. Empezaba a mostrarse frío, preocupado y
de pocas palabras al encontrarse con los
muchachos; no les contaba el hecho extraordinario,
prometido y esperado con viva curiosidad. Más de
una vez, después de las oraciones de la noche,
subió a una especie de púlpito desde donde les
hablaba, y en vez de darles la acostumbrada
platiquita, dirigió en derredor muy seriamente,
aquella mirada, que ejercía una fuerza especial
sobre el alma de los muchachos, y pronunció estas
únicas palabras:
-íNo estoy contento de vosotros! íNo puedo
deciros más esta noche!
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