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No olvidéis, decía continuamente a los que
tenían algo de autoridad sobre los alumnos, que
los muchachos faltan más por ligereza que por
malicia, más por no estar bien asistidos que por
perversidad. Hay que atenderlos con solicitud,
asistirlos atentamente, sin parecer que se les
vigila, y participar en sus juegos, aguantar sus
gritos y los fastidios que acarrean, porque
también el divino Salvador dijo en semejantes
circunstancias: Sinite parvulos venire ad me
(dejad que los niños vengan a mí).
El les vigilaba atentamente dondequiera que
estuviesen. Iba a su salón de estudio
frecuentemente y pasaba por sus talleres. Nunca
sucedía que hubiera la menor infracción en las
reglas, sin que él no se diese cuenta
inmediatamente y lo remediase con prontitud.
Conferenciaba a menudo con los otros superiores,
para informarse de la conducta de los muchachos y
para dar normas sobre la buena marcha de la
disciplina. Prescribió que se diera semanalmente a
los alumnos la calificación correspondiente por su
conducta, estudio y trabajo, y él mismo las leía
públicamente los domingos por la noche, alentando
a los diligentes y amonestando a los perezosos.
Tenía don Bosco la certidumbre de que, de
ordinario, con la reflexión, todos los muchachos
se someten a la obediencia, reconocen las propias
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y se corrigen. En consecuencia, no se cansaba de
avisar y aconsejar; su paciencia era
verdaderamente heroica. Cuando un superior dudaba
del éxito de un muchacho para aceptarlo o
licenciarlo, sugería, aún en este caso, poner en
práctica la máxima de San Pablo:
Omnia probate, quod bonum est tenete (probadlo
todo, quedaos con lo bueno); y a esto debía
añadirse la vigilancia y el oportuno aviso. A
principios de curso, si barruntaba que alguno de
los nuevos matriculados pudiera perjudicar a los
compañeros, le llamaba, le ponía en guardia con
las más vivas expresiones de dolor y hacía que le
vigilasen de un modo especial. De este modo logró
corregir a muchos que, al llegar de la calle,
llevaban consigo el hábito, demasiado corriente,
del mal hablar.
Resulta difícil expresar con palabras el
secreto de don Bosco para ganarse a los muchachos
y llevarlos al servicio del Señor. Por naturaleza
y por gracia, poseía tales dotes y prerrogativas
que, si tomaba a un muchacho aparte y le hablaba
confidencialmente al oído, por muy díscolo o
rebelde que fuera a la gracia, era difícil que no
se rindiese a sus paternales consejos y avisos. Y
éstos no podían resultar ineficaces, porque don
Bosco era capaz de dar la vida cien veces, si
fuera menester, para salvar una alma.
Sus palabras abrían los corazones y él insistía
frecuentemente sobre
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