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llegaba la noche y no podía escribir o leer, subía
al pescante con el cochero; hablaba con él,
primeramente de temas alegres o indiferentes, y
después de cosas espirituales. Si había que
cambiar de coche o de caballos, entonces, sobre un
murete o en una sala de la posada, seguía
escribiendo en medio del alboroto de la gente.
Hasta cuando andaba a pie, si iba solo, seguía
meditando y tomando notas en sus papeles. En los
departamentos de los coches del ferrocarril, se
colocaba tranquilo como si estuviese en su
aposento, y, sacando fuera sus manuscritos, los
ponía sobre el asiento y los iba repasando a su
gusto uno por uno. En las estaciones no dejaba su
estudio, como si se encontrase en un salón de
lectura. Y, al llegar a término, entre sermón y
sermón, no perdía un minuto y se sentaba al
escritorio. De este modo, sin darse cuenta de
ello, llegaba al final de un opúsculo, de un
volumen, maravillado y satisfecho.
Sucedió alguna vez que, acercándose el día en
que debía entregar un opúsculo a la imprenta,
insistía el tipógrafo para que le enviase el
manuscrito. Y don Bosco aún no había escrito ni
una línea; entonces, aquella misma noche se
sentaba al escritorio, escribía durante toda la
noche y, a la mañana siguiente, hacia el mediodía,
entregaba el opúsculo terminado o casi terminado
al jefe de tipógrafos.
Nos viene aquí al pelo añadir que estas
composiciones no le impedían cumplir con su
inacabable correspondencia epistolar. El trabajo
no era una fatiga para don Bosco, sino una pasión.
Son incalculables las cartas que recibió o
expidió. Entre el día y la noche apostillaba hasta
doscientas cincuenta. ((**It4.541**)) Aturde
la multitud y variedad de asuntos que debía tratar
o responder, y estaban todas sus cartas llenas del
espíritu del que las escribía. La humildad, la
dulzura, el desinterés, el amor por la justicia,
la prudencia, la rectitud, la caridad, la sumisión
total a la voluntad de Dios, son la huella
uniforme que les sirve de contraseña. Recibió
cartas de todas las partes del mundo, y estamos
persuadidos de que casi no hay ciudad en Europa a
la que no hayan llegado, pocas o muchas, algunas
de sus cartas. También en esto está su vida de
acuerdo con lo que él había escrito sobre San
Vicente de Paúl. No dejaba nunca de responder a
todos, fueran prelados, príncipes, nobles,
comunidades, obreros, mujercitas o niños. De
tantísimas cartas no nos queda más que una pequeña
parte, casi un millar y medio, precioso tesoro que
nos permite conocer, cada vez más y mejor, a don
Bosco. Durante el curso de nuestra historia se
verá cuán amplio debió ser el tiempo por él
dedicado a esta ocupación.
Pero lo que hace resaltar más sorprendentemente
su actividad es
(**Es4.415**))
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