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tan señalada y que todos estamos sanos y salvos,
recitemos las letanías.
A su invitación se arrodillaron y recitaron con
él las letanías, dando gracias al Señor, que no
había permitido que ni uno solo sufriera el menor
daño.
Pero don Bosco pensaba seriamente en aquel
instante:
-Y ahora >>a dónde ir? >>qué hacer?
La noche era oscura, seguía lloviendo sin
cesar, hacía frío. No se ((**It4.511**)) oía el
menor rumor. Y continuaba pensando don Bosco:
-Entonces, lo que se ha desgajado ya acabó de
caer. En la parte de la casa donde se duerme
parece que no hay daños importantes.
Era ya media hora después de la media noche, y
don Bosco, queriendo que todos fueran a descansar,
dijo a los muchachos:
-Ya es hora de que vayáis tranquilamente a
dormir. Estad seguros de que no habrá ninguna
desgracia. Por tanto, recoged las camas del
dormitorio que amenaza peligro, y con toda cautela
transportadlas, unas a la sacristía y otras aquí
al comedor.
Fue dicho y hecho. En un abrir y cerrar de ojos
desaparecieron todos y corrieron a cargar sobre
los hombros el propio camastro. Era de ver con qué
facilidad y rapidez transportaban los artesanos
sus bagajes: parecían soldados de primera línea
(bersaglieri), tan rápidos andaban. En menos de un
cuarto de hora se prepararon veinte camas en el
lugar provisionalmente destinado a dormitorio.
Mamá Margarita daba pruebas de un coraje digno
del mayor encomio. Vigilaba para que ninguno se
acercase al lugar del peligro, repartía a los
muchachos, unos a una habitación, otros a otra y
anduvo velando hasta el alba, pasando intrépida de
un lugar a otro, como un general en campo de
batalla. Era una madre amorosa que se olvidaba de
sí misma y no pensaba más que en sus hijos.
También don Bosco, por su parte, demostró ser hijo
de tan gran mujer; porque, para asegurar la vida
de sus hijos, puso en riesgo varias veces la suya,
yendo a comprobar si había peligro de nuevos
derrumbamientos. Y solamente se retiró, cuando la
tierna y valerosa Margarita le obligó, casi por
fuerza, a entrar en casa.
Volvió don Bosco adonde los muchachos acababan
de asentar sus dormitorios; cada uno de ellos
revolvía la bolsa de sus pertenencias, por miedo a
haber perdido algo en medio de aquella barahúnda.
((**It4.512**)) Un
gracioso hecho sucedió, que hizo reír a todos.
Había entre los internos un tal Inocencio
Brunengo, sastre de profesión; estaba lisiado de
las piernas y era medio calvo, por lo que llevaba
peluca; pero tenía muy buen humor y era muy
gracioso. En
(**Es4.392**))
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