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Al leer esta carta, se ve que don Bosco
confiaba ciegamente en la firmeza de su fundación;
pero no podía sospechar siquiera que, en aquellos
días, se encontraba a punto de sufrir una prueba
inesperada, muy dolorosa por cierto. El sábado día
veinte de noviembre, en la esquina del brazo del
edificio en construcción, hacia levante, se
arruinaba un trozo de la tercera planta por rotura
de un andamio. Tres obreros quedaron gravemente
heridos, uno de ellos con pocas esperanzas de
curación. Fue grande la pena y el susto ((**It4.507**)) de
todos; pero don Bosco, en medio de la angustia del
momento, alzó sus ojos al cielo y pronunció las
palabras que siempre brotaban de sus labios:
íHágase la voluntad de Dios! íSea todo como Dios
quiere!
Su dolor, sin embargo, era inmenso, ya que
amaba mucho a sus obreros.
Pero él, para quien todos los sacrificios eran
pequeños, ante la esperanza de ver terminado aquel
particularmente estimado edificio para las
escuelas nocturnas de los artesanos, sin
desalentarse por el grave daño sufrido, mandó que
se levantase a toda prisa el trozo de pared caído.
Sin embargo, otra pérdida mayor les esperaba a
él y a las almas caritativas que, en nombre de
Dios, le prestaban su apoyo.
Estaba ya la obra a punto de techar. Las
armaduras puestas, clavados los listones,
amontonadas las tejas en la cumbre para ser
colocadas, cuando un violento y prolongado
aguacero hizo que se interrumpiesen los trabajos.
Y no fue eso todo; siguió diluviando días y
noches, y el agua, corriendo y colándose por entre
vigas y listones, deshizo y arrastró el todavía
fresco y quizá mal mortero, dejando los muros
convertidos en un montón de ladrillos y piedra,
sin argamasa y unión.
Ya avanzada la noche del primero de diciembre,
varios centenares de muchachos de la ciudad
estaban todavía en el Oratorio en las escuelas
nocturnas. Al salir de sus respectivas clases,
hacia las nueve, antes de irse a sus casas, se
entretuvieron un poco, según costumbre, con los
internos, danzando y correteando por los huecos
del nuevo edificio. Es verdad que don Bosco, como
estaba todo mojado, les había prohibido andar por
allí, por miedo a que resbalaran y se hicieran
daño; pero aquella noche los irreflexivos
muchachos no se acordaron; subieron por las
escaleras de los albañiles, corrieron de un lado
para otro, de una ((**It4.508**)) a otra
parte de los andamios, mientras muchos jugaban en
tierra, entre tablones y vigas muy mojadas.
Por fin, los alumnos externos se fueron a la
ciudad. Don Bosco y sus jóvenes dormían
profundamente el primer sueño, cuando, un
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