((**Es4.383**)
u obligados, le abandonaban en los momentos en que
más los necesitaba para su obra! Su disgusto al
perder a aquellos clérigos era grande, porque
apreciaba las eximias virtudes que los adornaban;
pero aún de esta pérdida supo sacar una lección de
humildad. Cuando Ascanio Savio marchaba, oyóle
exclamar Giacomelli: -Vana salus hominis!, dando a
entender que debía confiar más en Dios que en los
hombres. Después, con una calma inalterable,
siguió escogiendo nuevos alumnos para estudiar.
En octubre eran treinta y seis los muchachos
del internado, ya que los seminaristas de la
diócesis ocupaban parte de la pobre casa. Sacamos
de los registros de don Bosco algunos nombres, que
interesa no olvidar. En el 1851 ingresaron
Gioliti, Calamaro, Pedro Gurgo; en el 1852,
Francisco Mattone, Bonino, Bernardo Savio de
Castelnuovo de Asti, Juan Turco de Montafía,
Bartolomé Fusero de Caramagna, Juan Benovía,
Víctor Turvano, Bertagna, Fontana, Juan Bautista
Bonone. Casi todos ellos iban a clase con el
profesor Bonzanino, junto con el jovencito
((**It4.499**)) Juan
Francesia, que empezaba los cursos de latín, y que
acababa de entrar como interno en el Oratorio,
aunque hacía ya tiempo que asistía a las reuniones
festivas.
Hubo uno entre aquellos jóvenes, cuyo ingreso
es digno de mención. El año anterior no había
seguido su padre el consejo de personas prudentes
y amigas de ingresarlo en el Oratorio. Le puso, en
cambio, en uno de esos colegios de moda, con fama
de ciencia y disciplina, donde la oración es
cortísima y no se reza más que una sola vez al día
y de pie; no se asiste a misa más que los días
festivos y sólo se reciben los sacramentos por
Pascua. El pobre muchacho, aunque de índole
piadosa y suave carácter, falto de los socorros
espirituales, trabó amistad poquito a poco con
malos compañeros, se entregó a lecturas
peligrosas, se aburrió del estudio y de la
religión y, al acabar el año, no fue aprobado para
pasar al curso superior.
De vuelta a su casa para las vacaciones
otoñales, su padre se llevó las manos a la cabeza
al reconocer el fracaso obtenido por su culpa, al
colocar a su hijo con profesores poco religiosos.
El muchacho, antes muy bueno, era ahora
desobediente, descarado, jugador, contrario a la
Iglesia y aún peor. No admitía riñas ni castigos.
Ya estaba su padre a punto de encerrarlo en un
correccional, pero se doblegó a una opinión más
suave. Dado que el jovencito guardaba todavía un
gran cariño hacia su madre, muerta hacía poco, y
que todos los días solía rezar por su alma antes
de acostarse, quiso hacer una última prueba,
persuadido de que sin religión es imposible educar
(**Es4.383**))
<Anterior: 4. 382><Siguiente: 4. 384>