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Su respuesta es un prueba de su gran humildad.
Recordaremos también que don Bosco fue un
apóstol de la comunión frecuente y de la visita
cotidiana al Santísimo Sacramento. Frecuentemente,
cuando predicaba y describía el inmenso amor de
Jesús a los hombres, lloraba de emoción y hacía
llorar a los demás. Hasta durante el recreo, si
hablaba de la Santísima Eucaristía, se encendía su
rostro con santo ardor y repetía a los muchachos:
-Queridos muchachos, >>queremos estar alegres y
contentos? Amemos con todo el corazón a Jesús
Sacramentado.
Con sus palabras se sentían los corazones
penetrados de la verdad de la presencia real de
Jesucristo. Imposible describir su alegría cuando
llegó a ver en la iglesia todos los días cierto
número de muchachos que comulgaban por turno.
Recomendaba a jóvenes y adultos vivir en tal
estado de conciencia que pudieran acercarse, con
el consejo del confesor, a la sagrada ((**It4.458**)) mesa
diariamente. No dudaba en autorizar para ello a
quien estaba suficientemente dispuesto. Pero,
cuando hablaba sobre la comunión sacrílega, lo
hacía con tales acentos que a los muchachos se les
helaba el corazón y concebían verdadero espanto de
tan enorme pecado.
Habiéndole observado un día el padre Giacomelli
su fácil propensión para permitir la comunión a
los muchachos, respondió inmediatamente que la
Iglesia, como se lee en las actas del Concilio
Tridentino, exhorta a que siempre que se celebre
la santa misa, haya fieles que comulguen. Y para
alcanzar este fin, fundaba asociaciones y
compañías, invitaba a la asistencia
insistentemente con motivo de triduos, novenas y
fiestas, imprimía numerosos opúsculos para
repartir entre el pueblo, gratis o a bajo precio,
por millares de ejemplares, recomendando su
lectura a los muchachos. Por eso no se cansaba de
confesar y se dedicaba ardorosamente a preparar
niños para la primera comunión, preocupado de que
este acto revistiese la máxima importancia y
hasta, si era posible, singular solemnidad.
No es de extrañar, pues, que las comuniones de
los muchachos resultasen agradables al Señor. A
menudo, al darles las buenas noches, invitaba a
rezar y a hacer al día siguiente con gran fe la
comunión a todos los que pudieran, diciéndoles que
necesitaba grandes gracias para la Casa, y muchas
veces se le oía decir al día siguiente que el
Señor les había oído. Decía que el bien que él y
los suyos hacían, que las gracias concedidas por
la Virgen y las limosnas de los bienhechores eran
un efecto de la intercesión y de las comuniones de
sus alumnos. No atribuía nada a su mérito. Cuántas
veces le oímos exclamar: Non nobis, Domine, non
nobis, sed nomini tuo
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