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Cuando celebraba la santa misa estaba tan bien
compuesto, tan concentrado, tan devoto, tan
exacto, que edificaba grandemente a los fieles.
Pronunciaba las oraciones y las partes de la santa
misa, que se deben proferir en alta voz, con gran
claridad para que las oyesen todos los asistentes,
y con mucha unción. Nunca empleaba más de media
hora ni menos de la tercera parte de la hora, de
acuerdo con las normas de Benedicto XIV;
recomendaba lo mismo a sus sacerdotes. Le gustaba
que se distribuyera la comunión a los fieles a
continuación de la del sacerdote y no antes o
después de la misa, para secundar el espíritu de
la Iglesia y uniformarse con el uso de los
primeros siglos del cristianismo. Experimentaba un
gusto especialísimo en administrar la santa
comunión y se le oía pronunciar las palabras con
gran fervor de espíritu. No dejaba de celebrar la
misa, si no era realmente por gravísima necesidad.
Cuando debía emprender un viaje muy de mañana,
anticipaba la misa acortando su descanso, o la
decía, con gran incomodidad, al llegar a su
destino, aun cuando ((**It4.454**)) fuese
muy tarde. De cuando en cuando surcaban sus rostro
las lágrimas. Quedaba cortado, no sabemos si en
éxtasis o a causa de fervores extraordinarios.
Sucedió, en alguna ocasión, que, después de la
elevación, apareció arrebatado, dando la impresión
de que veía a Jesucristo con sus propios ojos.
Frecuentemente, en el momento de la consagración,
se cambiaba su rostro de color y tomaba tal
expresión que parecía un santo, al decir de la
gente. Sin embargo, no había en él la más mínima
afectación; siempre tranquilo y natural en sus
movimientos, no dejaba entrever, particularmente
en las iglesias públicas, nada de extraordinario.
Pero los fieles, lo mismo en Turín que allí adonde
fuere, acudían premurosos en gran número y
experimentaban un gran placer en ir, si sabían la
hora, para verle celebrar y alcanzar el socorro de
sus oraciones. Las personas que gozaban de altar
privado, se consideraban afortunadas cuando podían
tenerle para celebrar la misa en su casa.
Hablaba siempre de la importancia del Santo
Sacrificio. Sugería a los suyos por regla, y a los
demás como consejo, la asistencia diaria a la
misa, recordando las palabras de San Agustín, de
que no perecerá de mala muerte el que oye
devotamente y con asiduidad la santa misa.
Recomendaba, a quienes deseaban alcanzar gracias y
recurrían a él, que la hiciesen celebrar, la
oyesen y participaran en ella con la frecuente
comunión. Decía, además, que el Señor atiende de
un modo especial las oraciones bien hechas en el
momento de la elevación de la santa hostia.
Era exactísimo, al mismo tiempo, en tomar nota
de las limosnas
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