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los quince años. Las otras clases se dividirán de
acuerdo con los conocimientos y edad, hasta los
más pequeños>>.
>>El archivero se encargará de anotar en un
registro especial la lista de los objetos
destinados o regalados para el altar de la
Santísima Virgen y de San Luis>>.
También sufrió varios cambios en aquella
ocasión la casa Pinardi. La antigua
capilla-cobertizo se convirtió en dormitorio,
clases y salón de estudio. En e reunía don Bosco a
los estudiantes, y como Deus Scientiarum Dominus
(Dios es el señor de la ciencia), quiso, desde el
principio, que se continuara recitando, al
empezar, el Veni Sancte Spiritus (Ven, Espíritu
Santo) con el Avemaría y la invocación a la
Santísima Virgen Sedes Sapientiae, ora pro nobis
(Asiento de la sabiduría, ruega por nosotros). Al
llegar el último cuarto de hora, antes de cenar,
se leía públicamente un libro de hechos
edificantes, costumbre que duró muchos años.
Mientras pudo, don Bosco iba juntamente con los
muchachos, a escribir y pensar sus escritos en el
salón de estudio general.
Mas para él, que tan profundamente tenía
enraizado en su corazón el hábito de la fe, la
nueva iglesia se convirtió en el centro de sus
afectos. Pidió y alcanzó enseguida permiso para
guardar continuamente el Santísimo Sacramento, y
es indecible con qué entusiasmo comunicó la
noticia a los alumnos. A partir de aquel momento,
apenas tenía un rato de descanso, acudía a adorar
((**It4.450**)) al
Divino Salvador y entonces más parecía un serafín
que un hombre. Por eso todo lo que se relacionaba
con el culto divino, constituía el anhelo de su
alma. Lo mismo que cuando fue sacristán en el
seminario de Chieri, así era ahora de solícito
exigiendo limpieza y orden en los vasos sagrados y
en los ornamentos, y vigilando para que, ni de día
ni de noche, estuviera apagada la lámpara del
sagrario. Le gustaba quitar las telarañas, limpiar
el polvo del altar, barrer la iglesia, fregar el
presbiterio.
El, tan pobre, primero soñaba y, luego,
levantaba iglesias de sorprendente magnificencia,
y exigía en ellas, como hasta ahora en sus
Oratorios, el mayor decoro posible y la máxima
limpieza, hasta en la sacristía. Se preocupaba de
su adorno y del porte devoto de los muchachos.
Insistía para que hicieran bien la señal de la
cruz y las genuflexiones. No podía tolerar que se
faltase a la debida reverencia del lugar sagrado y
de los santos misterios, y recomendaba a todos que
reflexionaran quién estaba en el sagrario.
Experimentaba una gran pena cuando veía o sabía
que alguno estaba con poca devoción, y sin respeto
humano avisaba al negligente, aunque fuese un
extraño.
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