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quién dirigirme para poder vivir. Fui al Oratorio,
le conté todo a don Bosco y le rogué me ayudará.
Yo podía compensarle dando clase a sus muchachos.
Don Bosco me recibió con paternal bondad, me
socorrió como pudo, dijo que el Oratorio estaba
abierto para mí... pero a condición de que me
adaptase a la vida comunitaria y cumpliese
((**It4.421**)) los
deberes... Comprenderá que mis ideas religiosas y
políticas, decía el profesor, eran y son
diametralmente opuestas a las de mi bienhechor. No
pude quedarme con él; mi educación, mis
convicciones me lo impedían. Me fui, pero
persuadido y seguro de que don Bosco era un hombre
singular, sagaz y profundo conocedor de los
hombres, un verdadero y habilísimo educador.
Todavía tengo esta convicción y no me avergüenzo
de reconocerlo, declararle mi bienhechor y
proclamarle un gran italiano y un santo
sacerdote>>.
Evidentemente se ve que la caridad de don Bosco
era semejante a la bondad del Padre Celestial que
hace salir el sol y envía la lluvia, lo mismo a
justos que a pecadores. Hubo, sin embargo,
emigrados políticos que le proporcionaron grandes
consuelos. Fue a llamar a la puerta del Oratorio,
y permaneció en él largo tiempo, el sacerdote de
Brescia Zattini, hombre docto y profesor de
filosofía, el cual había sido ahorcado en efigie y
condenado por rebelde. Jamás salió de sus labios
en el Oratorio una palabra sobre política, y
aceptó con gusto enseñar a leer y a escribir a los
rudos muchachos externos. Era un modelo de
humildad y de piedad. También acudió en busca de
refugio el joven y famoso músico Jerónimo de
Suttil, a quien buscaba en Venecia la policía por
sus palabras imprudentes. Se encariñó de don
Bosco, alegró durante muchos años el Oratorio con
sus canciones venecianas y, después de haber
pasado un tiempo en Francia, volvió a Valdocco,
donde acabó sus días como un fervoroso cristiano.
Omitimos otros varios.
Parecía que don Bosco tuviese un instinto
especial para distinguir a los pobres verdaderos
de los que fingían serlo. Una tarde, a hora ya
avanzada, paseaba por una calle de las afueras de
Roma, pobremente iluminada por un farol, cuando de
le acercó una mujer que parecía sostener en los
brazos ((**It4.422**)) un niño
fajado y bien tapado. Pedía aquella mujer, con
temblorosa voz, compasión para una pobre madre en
extrema miseria. Don Bosco no respondía y seguía
su camino. Nosotros, que íbamos al lado,
conmovidos ante los repetidos ruegos, le hicimos
observar la conveniencia de darle una limosna.
Entonces don Bosco, que ya tenía una vista muy
débil, levantó un poco la voz y dijo:
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