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llegados al Piamonte desde distintos estados de
Italia, particularmente de las tierras de Venecia
y Lombardía para escapar a los rigores de los
gobiernos restaurados.
Fue el primero de éstos un notario de Pavía,
que había puesto en peligro su cómoda situación
familiar y, para poder vivir, ofrecía un
espectáculo singular en la plaza de San Carlos en
Turín. Había amaestrado muchos canarios con los
que hacía juegos originales. Los colocaba sobre
una mesa y, a una señal suya, ((**It4.417**)) cantaba
un canario mientras los otros callaban. Entablaba
luego un desafío entre dos de aquellos pajaritos y
resultaba maravilloso ver los esfuerzos de cada
uno para vencer a su adversario. De pronto
cantaban todos juntos a coro, seguía luego uno
solo; a continuación renovaban sus gorjeos hasta
que, hecho el silencio, dejaba que un dueto
interpretase sus armoniosos trinos y, luego, un
gran coro final cerraba el concierto. Una
constante multitud asistía a las proezas de los
pequeños cantores que callaban, cantaban a solo o
al unísono, a la señal de su maestro.
Se recuerda todavía con particular deleite una
escena que representaban con gran comicidad
artística. Aparecían dos canarios, uno contra
otro, armados de una espadita de cartón atada a
una patita y empezaban el duelo. Era gracioso el
gesto de alzar la espada y golpear al adversario.
Uno, el que era tocado, cojeaba como si hubiera
sido herido. El otro, daba vueltas en derredor de
él, mientras el herido giraba sobre sí mismo
espiando los movimientos del enemigo. Alzaba, por
fin, la patita el asaltante, sacudíale un segundo
golpe y el otro, al ser tocado, caía como muerto y
permanecía inmóvil. Salían entonces los demás
canarios, corrían a su encuentro y, cantando con
sonido lastimero daban vueltas alrededor.
Agarrábanle con el pico y lo arrastraban hasta una
pequeña elevación colocada en mitad de la mesa; y,
siempre inmóvil el fingido muerto, dejaba que le
tendieran con el pico sobre un papel en forma de
paño fúnebre y sobre este papel colocaban el
alpiste que estaba amontonado en una esquina de la
mesa. Una vez sepultado y enterrado el compañero,
íbanse al extremo de la mesa haciendo movimientos
de cabeza, con desgarrados y lentos gorjeos,
simulando espanto y dolor; desde allí, levantaban
el pico, como para contemplar el túmulo, y,
moviendo siempre la cabeza, reemprendían el canto
fúnebre. Pero, de repente, el muerto apartaba de
sí ((**It4.418**)) el
papel y el alpiste, se ponía en pie y empezaba un
alegre gorjeo. Entonces todos los demás canarios
corrían junto a él y coreaban su festivo canto.
De no haberlo visto, parece imposible que se
pudiera amaestrar
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