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El ave permaneció en aquel lugar hasta las
cuatro de la tarde, hora en que llegaba un
mensajero del Gobierno para advertirles que había
desaparecido el peligro de nuevas explosiones.
>>Qué sucedió mientras tanto en el Oratorio?
Una viga encendida, de seis a siete metros de
larga, fue a caer a pocos pasos de la casita de
don Bosco, la cual, dada su pobre construcción,
hubiera ardido y se hubiera arruinado, si la mano
de Dios hubiera dejado que la viga cayera encima.
La nueva iglesia, fresca todavía, quitados los
andamios poco antes y con la bóveda aún sin tejas,
habría podido desplomarse o resquebrajarse; pero
la Divina Providencia dispuso que, aunque faltaba
poco para bendecirla, todavía no tuviera colocadas
puertas ni ventanas. Así que, como estaba abierta
a todos los vientos, el estampido no la sacudió
con tanto ímpetu ni le causó daño alguno. La parte
del Oratorio más castigada fue la destinada a
vivienda, ya que sufrió espantosas hendiduras. No
es menester decir que no quedó un vidrio sano: las
ventanas cerradas se abrieron con tal violencia
que, al chocar contra el muro, se hicieron
pedazos. Una puerta de la capilla que daba al
norte, hinchada con la humedad del invierno y con
la cerradura enmohecida, no se podía abrir hacía
algunos meses; pero el estallido liberó al
sacristán de toda suerte de preocupaciones, porque
no solo la abrió sino que la arrancó de quicio,
arrojándola en medio de la capilla. Lo mismo
sucedió en una habitación de la planta baja que
servía de cantina. También fue arrancada la puerta
de la pared, y durante algunos días los muchachos
hubieran podido entrar tranquilamente a beberse el
vino de mamá Margarita; mas, por desgracia, no
había.
Se dio otro suceso extraordinario y hasta
sobrehumano que vamos a contar.
Había entre los internos ((**It4.401**)) un tal
Gabriel Fassio, muchacho de trece años de
excelentes costumbres y eximia piedad. Trabajaba
de herrero. Don Bosco había predicho que moriría
pronto, le apreciaba mucho y solía ponerlo por
modelo. Decía muchas veces:
-íQué bueno es!
Sucedió, pues, que este jovencito cayó enfermo,
un año antes del fatal suceso y llegó a las
puertas de la muerte. Había recibido los últimos
sacramentos, cuando de pronto un día, iluminado
por el Cielo, empezó a repetir:
-íAy de Turín, ay de Turín!
Algunos compañeros que estaban a su lado, le
preguntaron:
->>Y por qué esos ayes?
-Porque un grave desastre amenaza a la ciudad.
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