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por parte de todos los ciudadanos, pero no tardó
en sufrir las amarguras de la ingratitud. Había
cometido para algunos el error de atribuir
públicamente su heroísmo a la Virgen Santísima. En
efecto, repetía:
-No, yo no soy el salvador de Turín. Es la
Virgen de la Consolación quien la ha salvado.
Por ello fue pronto víctima de sarcasmos,
burlas mordaces y escarnios por parte de aquéllos
en cuyos oídos suena mal el nombre de Dios y de su
Santísima Madre. Los periódicos ilustrados le
trataron de hipócrita y santurrón. Sin embargo, el
Gobierno le concedió la medalla de oro, que le fue
impuesta ante las tropas; la Guardia Nacional le
otorgó una medalla de plata y el Municipio le
rindió honores de ciudadano esclarecido, dedicóle
una calle con su nombre y una pensión vitalicia de
mil doscientas liras anuales. Pero ni alabanzas ni
burlas, ni honores ni insultos lograron cambiar
los sentimientos de Pablo Sacchi ni alteraron su
profunda devoción a la Virgen. Así se mantuvo
hasta el 24 de mayo de 1884, fiesta de María
Auxiliadora, último día de su vida. Con el grado
de capitán había acudido como cada día, en
compañía de otro capitán, natural de San Jorge
Canavese, amigo suyo, para hacer la adoración en
la iglesia de las Sacramentinas. Como quiera que
((**It4.392**)) el
Arzobispo Gastaldi había prohibido servir a las
funciones sagradas sin revestirse de sotana, él y
su compañero se hicieron afeitar los bigotes a fin
de ponérsela para poder ayudar a misa. Lo cual no
era fácil sacrificio para viejos militares.
Don Bosco tuvo el consuelo de impartir todavía
la absolución a un pobre obrero que, sacado de
entre las ruinas, con una costilla rota y todo el
cuerpo magullado, exhalaba a poco el último
suspiro. Aunque no le permitieron ayudar en los
difíciles trabajos materiales, sin embargo, su
sombrero prestó un buen servicio. Había urgente
necesidad de llevar agua en lo más recio del
peligro, para impedir que el fuego llegase a las
mantas extendidas sobre los barriles de pólvora.
Como no encontrara ningún otro recipiente, Sacchi
agarró el sombrero de don Bosco y se sirvió de él
como pudo, hasta que llegaron los cubos y las
bombas. <>.
Verdaderamente reinó la general persuasión de
que sólo una especial protección del cielo salvó a
Turín de ulteriores desastres. Los primeros en
experimentar los efectos de la celestial
intervención fueron los asilados en la Pequeña
Casa de la Divina Providencia,
(**Es4.303**))
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