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que llenaban el aire de chispas, y que guardaba
más de cuarenta mil kilos de pólvora...
Era un terrible volcán, que, si se encendía,
haría estallar de punta a cabo, no sólo el arrabal
del Dora, sino una buena parte de Turín.
((**It4.390**)) El
peligro era inminente. >>Cómo salvar a la ciudad?
La salvaría María Santísima por mano de un devoto
suyo, cuyo nombre es de justicia destacar para la
posteridad.
Fue éste el sargento Pablo Sacchi de Voghera,
jefe de los obreros de la fábrica, liberado
milagrosamente del horrible estrago. Dos veces
cayó a tierra, como muerto, por la violencia de
las explosiones. Pero se levantó, e invocando a la
Santísima Virgen, con los miembros magullados, la
cara, la cabeza y las manos chamuscadas, sangrando
por los oídos reventados, en medio de una
indescriptible confusión, entre los cadáveres de
sus compañeros, y los llantos y gritos
desesperarados de los heridos, demostró una
perspicacia y desplegó un coraje superiores a todo
encomio. Después de vencer los repetidos
desalientos que le habían ocasionado los horrendos
estruendos, advirtió que todavía estaba indemne el
tercer almacén, pero que el fuego llegaba a una
manta que se encontraba cerca. No se amedrentó
ante el peligro de una muerte próxima: empujado
por una fuerza superior corrió, entró jadeante,
agarró la manta, la arrastró fuera y permaneció
impávido en el lugar reclamando ayuda. Inflamados
por su heroísmo acudieron inmediatamentea algunos
ciudadanos; sumáronse soldados y bomberos y se
organizó un rápido servicio. Unos intentaban
apagar el fuego, que brotaba aquí y allá y otros
sacaban del gran almacén los ochocientos barriles
de pólvora que allí había.
El conde Cays allí presente aconsejaba,
ayudaba, transportaba heridos. Sacchi se
apresuraba a cubrir los barriles con mantas
impregnadas de agua. Los trabajos, en medio de un
temblor general de todos, duraron hasta las cuatro
de la tarde. Turín se salvó de la angustia de
aquel día ((**It4.391**)) por
intervención de María Santísima y gracias al
heroico comportamiento de un hombre que, en tan
atroz aprieto, puso en Ella toda su confianza. Era
digno de verle, mientras vivió, postrado cada
sábado ante el altar de nuestra Señora de la
Consolación cumpliendo un voto de agradecimiento,
no sólo por haberle salvado, sino por haberle
convertido en el salvador de sus hermanos. Este
hombre sencillo y honorable, en medio de
singularísimos sucesos de su vida juvenil, que
parece haber sido guardado y preparado por Dios
para la noble misión de salvar a Turín, recibió
durante los primeros días lisonjeras
demostraciones de aprecio y honor
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