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porque se ignoraba el origen y la causa del
desastre. Poquito a poco iba cundiendo la voz, y
eran muchos los que corrían desde el centro de la
ciudad hacia el polvorín, pero, al llegar cerca
del mismo, eran empujados hacia atrás por la
muchedumbre que huía de los barrios próximos
anunciando inminentes y más graves desastres.
Algunos valientes, juntamente con los soldados y
los guardias, el alcalde Bellone con las
autoridades civiles, y el mismo rey Víctor Manuel
con el duque de Génova y los ministros, se
presentaron en el lugar de la desolación. Y con
ellos, nuestro don Bosco.
Se hallaba él, en el preciso momento del primer
estruendo en el salón de exposiciones de objetos
para la Tómbola. Al oír la explosión, que sacudió
todos los edificios, descendió a la calle para
saber qué había sucedido. En aquel instante se oyó
el segundo estruendo, y un momento ((**It4.389**)) después
cayó a su lado un saco de arena, faltando poco
para darle encima. No tardó en saber que había
estallado el polvorín, a poco más de quinientos
metros del Oratorio. Corrió enseguida a casa,
temiendo hubiera sucedido alguna desgracia, pero
la encontró vacía. Todos, sanos y salvos, habían
escapado a los campos y prados vecinos. Entonces,
sin tardanza y sin calcular el peligro, voló al
lugar del desastre, para prestar a algún
desgraciado los socorros del caso. Por el camino
se encontró con su madre que, en vano, intentó
detenerle. Tropezóse también con Carlos Torratis y
le ordenó:
-Vuelve atrás, ve a buscar a las monjas que han
salido de sus conventos y andan por calles y
plazas; acompáñalas a todas a la plaza Paesana.
Allí hay un ómnibus para llevarlas a Moncalieri, a
casa de la marquesa de Barolo.
Tomatis corrió y cumplió el encargo recibido,
sin poder comprender cómo don Bosco, sin
comunicación anterior alguna, conociese lo
dispuesto por la Marquesa en aquella apurada
situación. Mientras tanto, llegó don Bosco al
lugar y se abrió paso por entre las inmensas
ruinas.
íEra un espectáculo desgarrador! íCadáveres
despedazados, piernas y brazos esparcidos por uno
y otro lado! íGritos desgarradores que salían
todavía de las humeantes ruinas! Y, lo que era más
espantoso aún: el miedo a un tercer estallido
inminente, que habría causado la muerte a los más
próximos y también a los lejanos. Afortunadamente
los dos almacenes, que se habían incendiado y
producido tan horrendo estrago y ruina, no
contenían más que unos pocos quintales de pólvora;
pero a pocos metros de ellos había todavía un
tercero, ya sin techo, y con todos los edificios
circundantes en llamas
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