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águila sobre un árbol, y la zorra se arrastraba
por el suelo, cubierta de llagas repugnantes,
pestilentes: queriendo ésta esconderlas, buscaba
cómo ocultarse entre los setos, para mezclarse,
luego, con los animales e infectarlos. Pero el
águila, que estuvo contemplando durante un rato
los pasos engañosos de la zorra, gritó a toda
suerte de animales: -íLibraos de la zorra! -Y
concluía el infiel predicador: -Hijitos, >>sabéis
quién era el águila? íLutero! >>Sabéis quién era
la zorra? íLa Iglesia Católica!
Ante semejante conclusión, don Bosco, que había
estado oyendo sus palabras con inmensa pena,
avanzó hacia el púlpito mientras bajaba el fraile
y agarrándole por una manga del hábito, le dijo
con voz enérgica, de forma que todos los muchachos
lo oyeron:
-íUsted es indigno de llevar este hábito!
Poco tiempo después, salía del convento aquel
desgraciado, con permiso de los superiores, so
pretexto de asistir a su anciano padre. Pero, al
llegar a casa, vestido de sacerdote secular, dejó
a su padre en la calle, colgó luego los hábitos, y
terminó entregándose al protestantismo, haciendo
pública profesión de fe heterodoxa, bajo la guía
del pastor valdense Amadeo Bert. Fue enviado a
Londres para pervertir a los emigrantes italianos,
y murió el mismo año de una cuchillada que le
propinó un compatriota.
El desgraciado había ido a predicar al Oratorio
de acuerdo con los protestantes; pero no supo
obrar con sagacidad y se quitó enseguida la piel
de cordero. Los muchachos que le oyeron ((**It4.351**))
recordaban cuarenta años más tarde, con todos los
pormenores, la impía parábola. Tal fue la
impresión que dejó en sus ánimos el relato.
Y don Bosco, con gran pena, les había contado
la apostasía de aquel infeliz recomendándole a sus
oraciones.
Con el fracaso del golpe, la herejía se ganó la
antipatía de los del Oratorio y don Bosco
aprovechó un infeliz acontecimiento para
confirmarles en sus buenos propósitos.
En 1851 había concedido el Papa un Jubileo
Universal. Se podía lucrar fuera de Roma al año
siguiente. El teólogo Borel pidió a la Curia en
nombre de don Bosco consentimiento para que los
muchachos de los Oratorios, asistidos por los
sacerdotes que los dirigían, alcanzasen las
indulgencias en sus propias capillas. Si se les
otorgaba esta providencia, concebía la esperanza
de mayores frutos espirituales. El Vicario
General, canónigo Felipe Ravina, concedía el 2 de
febrero de 1852 la facultad pedida. Las visitas,
como se siguió haciendo después en el Oratorio, se
efectuaron de acuerdo con el número prescrito,
saliendo y entrando procesionalmente en la
capilla.
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