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de Sales, aunque muy hábil en la controversia,
ganaba más herejes con su dulzura que con la
ciencia. La eficacia de una discusión sin dulzura,
jamás convirtió a nadie.
Más de uno de los presuntuosos a que nos
referimos, fue persuadido por don Bosco y volvió a
subir a la barca de Pedro.
Los así llamados pastores valdenses no tardaron
en advertir el celo empleado por don Bosco para
reconquistar a la fe católica a los extraviados.
Así que algunos de ellos fueron a verle con la
esperanza de rebatirle y ((**It4.349**))
alardear públicamente de ello. Pero no lo
lograron: no solamente por la solidez de sus
razones, sino también porque sabía cortar sus
divagaciones, en lo que son verdaderos maestros,
ya sea por su ignorancia, ya sea por el arte de
imposibilitar la conclusión de una tesis
determinada. A veces, don Bosco pasaba, de la
argumentación directa y positiva, a la
interrogación, particularmente cuando se trataba
de la Historia Eclesiástica, de los Concilios y de
los Santos Padres. Sus respuestas, sin ton ni son,
caían en tales anacronismos que causaban risa.
Era, además, muy experto para alcanzar del
adversario más culto concesiones cuyas
consecuencias no había podido éste prever, con lo
que le creaba grandes embarazos y dificultades de
los que no podía liberarse. Aquellos señores
salían, por tanto, avergonzados.
Mientras tanto, seguía difundiendo durante
aquel año una nueva edición del opúsculo titulado
Avisos a los Católicos, que, con millares de
ejemplares, hacía muchísimo bien por todo el
Piamonte y particularmente en Turín. Pero, a la
par que don Bosco luchaba contra la herejía,
acampada tras los muros de Valdocco, los fanáticos
valdenses intentaban sembrar la cizaña en el
mismísimo Oratorio.
Cierto frailecillo franciscano reformado del
convento de Santo Tomás de Turín, el padre Vidal
Ferrero, hermano de algunos chiquillos que
frecuentaban el Oratorio, se había hecho muy amigo
de don Bosco. Supo disimular tan bien la maldad de
su corazón que don Bosco, creyéndole persona de
confianza, le había invitado a comer con él en
varias ocasiones. Así que, aquel año de 1852, le
encargó el panegírico de San Francisco de Sales en
el día de la fiesta. Subió el fraile al púlpito y
empezó a hablar en diálogo piamontés, que poseía
bastante bien. Comenzó haciendo vivas
descripciones. Pintó a San Francisco a pie,
rendido, subiendo la montaña ((**It4.350**)) para
salvar las almas, remendando, por su mano, las
vestiduras rotas y comparándole con otros que van
en coche y envían sus ropas al sastre. Al decir
otros aludía a los obispos.
Presentó después una parábola del águila y la
zorra. Estaba el
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