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->>La obediencia? >>No llego a punto a la
escuela? >>Acaso no llego antes que los demás? Yo
hago los trabajos, me sé la lección; >>a qué
molestarse por estas niñerías?
Y seguía yendo solo, por el gustazo de ver a
los titiriteros.
Alguien propuso a don Bosco que sería mejor
enviar a su casa a un muchacho tan poco amigo de
la disciplina; pero don Bosco, que tenía muy en
cuenta la franqueza de Cagliero, no hizo ningún
caso. En efecto, al año siguiente Cagliero, tras
algunas amonestaciones de don Bosco, empezó a
cumplir mejor las normas y no tardó en convertirse
en modelo de todos.
Estaba adornado de muy buenas cualidades, y don
Bosco, que había descubierto en él una gran
disposición para la música, le enseñó los primeros
rudimentos y encargó al clérigo Bellia que
siguiera instruyéndole. Deseaba él formar un
maestro que escribiese música fácil para el
pueblo, e hizo que se dedicara formalmente a este
estudio, gracias a un buen método cuyos resultados
se vieron muy pronto. Cierto día faltó el que
acostumbraba a tocar el armonio en las fiestas de
iglesia. >>Quién haría sus veces el domingo?
>>Cuál sería el aspecto de la iglesia sin música y
sin cantos? Cagliero vio el apuro, no quiso que se
dijera que por la ausencia de uno se perdía
((**It4.343**)) el
Oratorio. Y con energía superior a su edad, tanto
hizo y tanto se afanó que, al domingo siguiente,
se sentó al armonio y con mano segura acompañó las
melodías de costumbre. Tras aquel éxito, su pasión
por la música se hizo cada día mayor, y se pasaba
las horas muertas sobre el teclado del
desvencijado piano. Tocaba, con tal ardor, notas
poco armónicas para un oído profano, que un día la
buena Margarita perdió un tanto la paciencia, y no
dudó en amenazar, en broma, con la escoba, al
músico en ciernes, a quien quería como una madre.
En efecto, ella siempre dulce, afable, paciente en
toda ocasión, demostraba el gran cariño que nutría
a sus pobres jovencitos. Sucedía frecuentemente en
el invierno que alguno, obligado por el patrono a
trabajar hasta muy tarde, no le veía con los demás
a la hora de la cena y al enterarse de ello,
exclamaba:
-íPobres hijos míos! íHay que guardarles la
sopa al fuego!
Y no tenía valor para irse a la cama. Les
esperaba hastas las once dadas y, a veces, hasta
medianoche, temblando de frío. Cuando llegaban,
les alegraba con una tajadita más de carne que les
había reservado.
Los domingos por la tarde, a lo mejor se
acercaba a la cocina uno de los más pequeños,
después de las funciones de iglesia.
->>Qué quieres, chiquito?
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