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instruirlos. Por otra parte los Rabinos rehuían
siempre el tratar este tema.
>>No todos desconocían a nuestro Señor
Jesucristo, pero permanecían en el judaísmo sólo
por interés. No hace mucho que cierto judío,
instruido en la religión cristiana, estaba del
todo dispuesto a recibir el bautismo, con tal de
que se le pagaran algunas deudas que había
contraído. Otro me aseguró que habría abrazado
nuestra religión, con tal de que no hubiera sido
obligado a renunciar a la herencia del padre. Un
tercero, hombre doctísimo, estaba dispuesto a
convertirse a condición de que le asegurasen los
medios de subsistencia con una gran cantidad: era
Rabino. A pesar de esto, encontré entre los judíos
personas honradas ((**It4.283**)) en los
contratos y benéficas, y algunas que vivían según
la ley de Dios, y me pareció que esperaban al
Mesías de buena fe>>.
Don Bosco contaba con amigos entre los judíos;
a su debido tiempo hablaremos, especialmente de
dos. Por el momento diré que un día, acompañando a
don Bosco por Turín, vi a un señor de aspecto
respetable que se acercó reverentemente a él y
empezó a hablar de tal forma que yo estaba
persuadido de que era católico. Cuando se
despidió, don Bosco me dijo:
->>Has visto a ese señor? Siempre que me
encuentra, habla conmigo un rato. >>Sabes quién
es? íEs un Rabino! Conoce la verdad, pero no la
abraza por miedo a la pobreza a que se vería
reducido, si perdiese los pingües honorarios que
le proporciona la Sinagoga. Le he exhortado muchas
veces a confiar en la Providencia, pero le falta
valor.
Don Bosco sentía verdadera compasión por los
judíos, rezaba por ellos y animaba a los demás a
orar en favor de una nación que un día fue el
pueblo de Dios, destinado a entrar al fin de los
tiempos en el seno de la Iglesia.
Mientras vivió, siguió procurando su salvación,
dentro de sus posibles. Atendió a los adultos,
como ya hemos visto y como expondremos en el curso
de esta historia. Los trataba con caridad y los
hospedaba cuando se lo pedían. Acogió a algunos
muchachos, los instruyó y bautizó.
El 17 de julio de 1851 el obispo de Casale,
monseñor Luis Calabiana, le recomendaba un
muchacho judío apellidado Deángelis, por
sobrenombre Juan de los Fariseos. Se trasladaba de
Casale a Turín, para ver si encontraba plaza en el
Hospicio de los Catecúmenos, instruirse en la
religión católica y sustraerse a la persecución de
sus correligionarios, ya que se había echado
encima la Judería de Casale
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