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de sus mentes los principios mal asimilados y
arrancar de su corazón las malas impresiones
recibidas.
((**It4.12**)) Ya desde
el primer año acostumbraba dirigir una charla
después de las oraciones de la noche; pero si al
principio esto lo hacía rara vez, y solamente en
vísperas de fiestas o con ocasión de alguna
solemnidad, este año empezó a hacerlo muy a menudo
y casi todas las noches. Exponía en un discursito,
que duraba de dos a tres minutos, unas veces un
punto doctrinal, otras veces una verdad moral, y
esto a través de un apólogo que los muchachos oían
con placer. Buscaba él, sobre todo, prevenirles
contra las locas opiniones del día y contra los
errores protestantes que circulaban por Turín. A
veces, para cautivar la atención y grabar más
profundamente en el alma una buena máxima, les
contaba un hecho edificante, sucedido durante el
día, sacado de la historia o de la vida de un
santo. Otras veces, como había ya hecho y todavía
hacía con los externos del Oratorio festivo,
proponía una pregunta a contestar o una cuestión a
resolver, como por ejemplo, qué significaban las
palabras <> y <>; qué sentido
tenía la denominación <>; cuál
era el significado de <>; por qué el
Señor castiga al pecador impenitente con penas
eternas, y otras por el estilo. Generalmente daba
unos días de tiempo para responder. La respuesta
se
hacía por escrito, con el nombre y apellido del
autor; y se daba un premio a quien acertaba. De
esta forma don Bosco hacía pensar, y, a la par,
abría caminos para desarrollar las verdades más
útiles, que así no se olvidaban nunca. Esta
pequeña charla iba siempre precedida de la
presentación de los objetos que los muchachos
habían encontrado perdidos por la casa o por el
patio. Don Bosco los anunciaba y se acercaban a
retirarlos aquéllos a quienes pertenecían.
Mientras tanto, añadía a las diversas prácticas
de piedad y solemnidades religiosas que había
instituido para promover la frecuencia ((**It4.13**)) de la
confesión y la comunión, todos los años la
exposición del Santísimo Sacramento, llamada de
las Cuarenta Horas: en la pequeña
iglesia-cobertizo, primorosamente vestida de
fiesta, se hacían tres días de exposición con misa
cantada, vísperas y tántum ergo en música y con
sermón todos los días, al igual que en las
parroquias. Era ésta una nueva ocasión que servía
de ejercicio para las clases de música. Dividía a
los muchachos en tres grupos y, para sostener el
canto, ponía en cada grupo, a uno de los alumnos
ya amaestrado y conocedor del solfeo. Estaba entre
éstos Santiago Bellia.
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