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era. Desde que se estableció la casa y empezó don
Bosco a sentar a su mesa a los primeros clérigos y
sacerdotes, no se la vio comer a su lado. Hubiera
deseado don Bosco que lo hiciera alguna vez, pero
ella sabía excusarse siempre. Y, como quiera que
acostumbraba invitar a los muchachos mejores a
comer en su compañía, insistió para que ella se
sentara en medio de ellos y con su asistencia
procurase impedir las faltas de urbanidad, al
vocear demasiado fuerte, y el que se mancharan, o
comieran con demasiada avidez. Particularmente
cuando había comensales forasteros, por él
invitados, deseaba evitar todo lo que a aquellos
señores le pudiera dar motivo de críticas. Por
fin, muy a su pesar, mamá Margarita consintió; fue
durante casi una semana, pero después no se la
volvió a ver.
-Ese no es mi puesto, dijo a don Bosco; la
presencia de una mujer en ese lugar desentona.
Sin embargo, y pese a su aspecto tranquilo, no
hay que creer que pasase su vida en Valdocco sin
tribulaciones. Una mujer amante del orden y de la
economía doméstica no podía ver con buenos ojos
que se echara a perder lo que tanto había costado.
Mas >>cómo impedir que muchachos llenos de vida,
sin mala intención pero por irreflexión,
ocasionasen más de una vez notables perjuicios y,
por consiguiente, fastidio a la buena mamá?
Como estos sucesos se repitieran, un día del
1851, penetró Margarita en la habitación del hijo
y:
-Escúchame, le dijo. Ya ves que es imposible
que yo lleve adelante las cosas de esta casa. Tus
muchachos hacen cada día una nueva faena. Unos me
tiran por tierra la ropa blanca recién lavada y
tendida al sol, otros me pisotean la huerta y
todas las verduras. No se preocupan para nada de
sus vestidos y los destrozan de tal manera que
luego es imposible remendarlos. Pierden los
moqueros, las corbatas, las medias; esconden las
camisas y calzoncillos y no hay quien los pueda
encontrar; se llevan fuera los utensilios de
cocina para sus caprichosas diversiones y me hacen
dar vueltas medio día para buscarlos. En fin, yo
pierdo la cabeza en medio de toda esta confusión.
Estaba yo mucho más tranquila cuando cosía en mi
establo sin rompecabezas y sin preocupaciones.
íMira! casi, casi me volvería allá, a nuestra
casita de I Becchi, para acabar en paz los pocos
días de vida que me quedan.
Miró don Bosco a su madre, y conmovido, sin
pronunciar palabra, le señaló el crucifijo colgado
de la pared.
Margarita miró; sus ojos se arrasaron de
lágrimas:
-íTienes razón, tienes razón!, exclamó.
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