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hasta pareció que una de sus costillas había
cedido a aquel impulso.
Durante los últimos quince años de su vida se
añadieron nuevos males a los antiguos. De cuando
en cuando le afectaban fiebres miliares,
acompañadas de erupciones cutáneas. Se le había
formado sobre el hueso sacro una excrecencia de
carne viva, del tamaño de una nuez, y al apoyarse
sobre ella, lo mismo al sentarse que al echarse en
la cama, el cuerpo experimentaba gran dolor. Nunca
habló con nadie de esta tribulación, ni buscó cómo
librarse de ella manifestándoselo al médico, que
habría podido fácilmente remediarlo con un ligero
corte; pero no quiso hacerlo por amor a la
modestia cristiana. Los que estaban a su alrededor
años y años se daban cuenta de que parecía sufrir
cuando se sentaba, y habiéndoselo preguntado, él
se conformó con responder:
-Me encuentro mejor de ((**It4.218**)) pie o
paseando. Me molesta estar sentado.
Y siguió usando una sencilla silla de madera.
Finalmente, durante los últimos cinco años, la
debilidad de la espina dorsal le obligó a curvarse
bajo el peso de sus cruces.
Con tantas incomodidades, otro cualquiera se
hubiera comportado como un enfermo o se hubiera
abstenido de todo trabajo, pero él no disminuyó su
acostumbrado paso de gigante para emprender y
acabar sus maravillosas empresas. Cuanto más
crecían las dificultades y las enfermedades, más
aumentaba él sus ánimos, diciendo:
-íDon Bosco hace lo que puede!
Y tanto pudo, que las obras de su celo se
extendieron por todo el mundo.
Y todo esto sin quejarse de sus tribulaciones,
sin presentar el menor indicio de impaciencia, de
modo que, siempre de buen humor y alegre, parecía
gozar de óptima salud. Con su aspecto
habitualmente alegre y sonriente, y con sus amenas
y edificantes conversaciones infundía valor y
alegría a todos los que se le acercaban, y todos
quedaban satisfechos.
Aún cuando reconocía que la vida era un don de
Dios y quisiera vivir mucho tiempo para trabajar a
su mayor gloria, sin embargo, pensaba siempre con
alegría en el día de la muerte que le abriría las
puertas del cielo. Por eso nunca rezó por su
propia curación, dejando que lo hicieran los demás
como un ejercicio de caridad. Los médicos que iban
a casa regularmente a visitar a los enfermos,
particularmente el doctor Gribaudo, su compañero
de escuela, cuando sabían que estaba muy oprimido
y desmejorado, le exhortaban a cuidarse. El, muy
rara vez daba importancia a su consejo o se atenía
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