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las cosas, las personas, los sucesos... son más
que medios para vivir mortificados.
También prohibía a sus muchachos que se
entregaran a austeridades demasiado rigurosas y
les añadía que a lo mejor el mismo demonio les
sugería para sus fines aquellas penitencias
extraordinarias. Cuando alguno de sus alumnos o
penitentes le pedía permiso para realizar ayunos
prolongados, dormir sobre el desnudo suelo, o
practicar otras duras mortificaciones, solía
conmutárselas por mortificación de los ojos, de la
lengua, de la voluntad o por obras de caridad. A
lo sumo, les permitía que dejaran la merienda o
una parte de la cena. Por lo demás seguía
repitiendo:
-Mis queridos muchachos: no os recomiendo
penitencias y disciplinas, sino trabajo, trabajo,
trabajo.
Y esta su mortificación continua, laboriosa,
tranquila, aparece no sólo como heroica sino casi
sobrehumana, al pensar que era víctima de
enfermedades que le atormentaron sin tregua
durante toda su vida, y que aguantó con fortaleza
de santo. Ya a principios de su apostolado
esputaba sangre, malestar que se renovaba de
cuando en cuando; y por ello los médicos le habían
prescrito un paseo diario por encima de todo,
porque de otro modo no podía durar muchos años.
Desde 1843 empezaron a dolerle los ojos, con un
escozor causado por las largas vigilias y el
continuo leer, escribir y corregir pruebas de
imprenta, mal que fue creciendo lentamente hasta
el extremo de perder la visión del ojo derecho.
((**It4.217**)) En el
1846 le corrió por las piernas una ligera
hinchazón que aumentó mucho en 1853, produciéndole
dolores y extendiéndosele hasta los pies; le fue
creciendo de año en año, de tal forma que en los
últimos tiempos le era difícil caminar y tuvo que
emplear medias de goma. En la imposibilidad de
descalzarse por sí solo era menester que alguien
le prestara este servicio. Quien le prestó este
acto de filial caridad, se maravilló al ver cómo
la carne se doblaba sobre el borde de las botas, y
no comprendía cómo podría resistir para permanecer
tantas horas de pie. Don Bosco solía llamar con
gracia a esta hinchazón dolorosa: su cruz de cada
día.
Al mismo tiempo sufría muy a menudo fuertes
dolores de cabeza, tales que le parecía se le
ensanchaba el cráneo, como él mismo manifestó en
alguna ocasión a don Miguel Rúa; y don Joaquín
Berto constató tal ensanchamiento. Padecía también
atroces dolores de muelas, que muchas veces
duraban varias semanas, y pertinaces insomnios que
no le dejaban descansar.
Le llegó una palpitación de corazón, que le
impedía respirar y
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