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celosamente sus mortificaciones, abstinencias y
penitencias, hasta parecernos que su virtud era la
ordinaria y común de cualquier sacerdote ejemplar,
y no amedrentaba a ninguno, sino que infundía en
los demás el ánimo y la esperanza de poder
imitarle, sin embargo, al juntar su delicada
salud, las escondidas incomodidades, el
desprendimiento de los bienes de la tierra, la
durísima pobreza, especialmente durante los
primeros veinticinco años de su Oratorio, la
escasez de alimento, la privación de
distracciones, desahogos, diversiones y de toda
comodidad, y sobre todo las continuas fatigas
materiales y espirituales, podemos afirmar con
toda verdad que don Bosco llevó una vida tan
mortificada y penitente, como no la llevan más que
las almas que alcanzaron la máxima perfección y
santidad. Y todas estas mortificaciones le eran
tan fáciles y naturales que nos persuadieron de
que el siervo de Dios poseía la virtud de la
templanza en grado heroico>>.
((**It4.214**)) De
conformidad con esta afirmación de monseñor
Cagliero, aprovechamos para manifestar nuestra
persuasión de que don Bosco practicaba también
penitencias extraordinarias. Comenzamos a
conjeturarlo cuando un día nos dijo que, para
alcanzar del Señor una gracia señaladísima y
necesaria, había tenido que recurrir a medios
proporcionados, con los que había obtenido su fin.
Pero no quiso decirnos, aunque se lo rogamos, de
qué medios se trataba. No se debe ocultar que él,
tan compuesto en todo movimiento de su persona, de
vez en cuando alzaba ligeramente los hombros, como
si tuviese algo que le molestase o doliese. Se
requería muy poco para formar un pequeño cilicio
punzante, que no hiciera sospechar el uso a que
estaba destinado; y don Bosco tenía una epidermis
muy delicada. Nuestra opinión se reforzó a lo
largo de más de treinta años seguidos a su lado.
Carlos Gastini, al hacerle la cama, encontró una
mañana esparcidos sobre el colchón y cubiertos por
las sábanas, algunos trocitos de hierro, que
seguramente había dejado olvidados don Bosco, con
las prisas, al levantarse para ir a la iglesia. No
pensó más el joven en ello y, dejando los
hierrecitos sobre la mesita de noche, no hizo
mención a don Bosco. Al día siguiente ya no vio
casquillo alguno ni volvieron a aparecer durante
los varios meses que continuó encargado del aseo
de su habitación. Don Bosco no le dijo nada sobre
el particular y sólo después de muchos años,
reflexionando Gastini sobre aquellos extraños
trebejos, entendió para qué debieron servir.
<>. Don Bosco había encontrado,
por consiguiente, la manera de atormentar durante
(**Es4.170**))
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