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sinceramente católicos; y recomendaba con
insistencia a sus alumnos que se liberaran de la
inútil curiosidad de leer libros o periódicos que
no fuesen provechosos para su propio estado.
No tomaba rapé, aun cuando lo necesitara para
el mal de ojos y el continuo dolor de cabeza;
dolores causados por la sangre que le subían a la
cabeza, como consecuencia de sus asiduas y graves
ocupaciones. Como el médico se lo había
aconsejado, tenía un poquito en una tabaquera
microscópica de cartón piedra, que le habían
regalado los amigos, en la cual apenas entraban
las puntas de los dedos; pero, o se olvidaba de
abrirla, o tomaba rara vez alguna pizca. Se
conformaba, casi siempre, con acercársela a la
nariz para recibir el olor y provocar el
estornudo. Lo aprovechaba en las conversaciones y
en los viajes para ganarse amigos, como él decía,
ofreciéndolo, cuando parecía conveniente, a los
compañeros de viaje y abriendo de este modo el
camino para entablar conversación; especialmente
para decir una buena palabra a personas poco
religiosas. Así que, en ocasiones, la tabaquera le
sirvió de lazo con el que cazar almas para Dios.
Alguna rarísima vez lo ofrecía a alguno de sus
muchachos, diciendo:
-Toma; esto echa fuera los peores pensamientos.
Tan poquito rapé tomaba, que el teólogo
Pechenino que se lo regalaba, solíale llenar la
tabaquera una sola vez al año. Si algún otro le
ofrecía, él, ((**It4.210**))
bromeando, introducía el dedo meñique y aspiraba
el pulgar. Mientras tanto recomendaba a sus
alumnos no tomar tabaco, sin prescripción médica,
y prohibía totalmente a todos el fumar, al extremo
de poner esta costumbre como impedimento para ser
admitido en el Oratorio y en la Congregación.
Nunca olía las flores. Si un muchacho le
ofrecía una, la aceptaba y agradecía; y sonriendo
se la acercaba a las narices y espiraba sobre ella
en vez de aspirar su olor. Después exclamaba:
-íOh, qué fragancia, qué agradable perfume
despide esta flor!
Lo mismo hacía al recibir de manos de personas
benévolas el regalo de un ramo de flores para
complacer a quien se lo ofrecía; e inmediatamente
lo enviaba al altar de la Virgen en la iglesia.
Era amante de la limpieza, pero no usaba jabón
para lavarse y acostumbraba recomendar a los
clérigos, a los sacerdotes y a los coadjutores,
que no usaran perfumes, que sólo son buenos para
la vanidad.
Así tampoco tomaba baños, ni siquiera en lo más
cálido del verano y con dificultad se resignó a
ello por orden de los médicos. Se privaba de los
paseos por simple distracción, aunque le estaban
recomendados
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