((**Es4.165**)
sin apoyo alguno y con los brazos libres para
cubrir su rostro y el del penitente con un pañuelo
blanco. En el invierno aguantaba largas horas en
el helado ambiente del coro o de la sacristía, y
en verano el aliento de todos los muchachos que le
rodeaban y que casi no dejaba respirar. Sumada a
los internos la gran multitud de externos, no hay
que extrañarse de que fuera atormentado por
ciertos insectos, que abundaban. Pero él los
aguantaba con indiferencia, sin dar muestras de la
más mínima molestia.
Cuando, posteriormente, confesaba en las casas
de la costa, picaban su cara y sus manos los
mosquitos, y mientras los penitentes los
espantaban con el pañuelo, don Bosco dejaba que le
punzaran a su gusto; después, al ir a cenar
mostraba sus manos cubiertas de picaduras y decía
bromeando a los superiores de la casa:
-íMirad cuánto quieren a don Bosco los
mosquitos!
Por la misma razón salió una mañana de la
habitación con la cara hinchada y sanguinolenta.
Todos los que le encontraban le compadecían; pero
su rostro siempre estaba alegre.
((**It4.207**)) Tenía
una paciencia a toda prueba para soportar las
incomodidades de las estaciones y animaba a sus
hijos a que las aceptasen como fuente de méritos
venida de las manos de Dios. Sufría un frío
intenso en los pies, mas no quiso nunca usar
brasero.
Todos apreciaban constantemente su
mortificación en el hablar. Era moderado, hablaba
con calma, despacio y con dulce gravedad. Evitaba
toda palabra inútil; huía de conversaciones
profanas, formas demasiado vivaces, expresiones
mordaces y agitadas. Hablaba poco, acentuaba las
palabras, que así no caían en vano, sino que
instruían y edificaban siempre. Si decía algo
ameno o agudo, para levantar el ánimo propio o
ajeno, lo hacía con mucha parsimonia, sazonada con
algún pensamiento del todo espiritual. De tal modo
frenaba la lengua, que no soltaba mordacidades,
ironías, ni bromas más o menos inconvenientes en
labios de un sacerdote. No soportaba ofensas
contra la caridad, y una de sus más repetidas
recomendaciones era precisamente la de huir de
toda descortesía al obrar y al hablar. No permitía
las murmuraciones y, sin que los interlocutores se
dieran cuenta, cambiaba con destreza de
conversación a otros temas. Hablaba largo tiempo
si lo requería el caso; pero, si no había una
necesidad particular, sabía guardar silencio,
especialmente para atender a sus ocupaciones.
Era de una templanza sin límites con las
personas que, por enfado o por error, le
contrariaban o le trataban injustamente. En estas
ocasiones, cuanto más ásperas e insolentes eran
las expresiones del
(**Es4.165**))
<Anterior: 4. 164><Siguiente: 4. 166>