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Los muchachos reían con esta salida y don Bosco
terminaba:
-Solamente allí debajo, en aquel hoyo, me
parecía no ser tan pequeño y despreciable.
Don Bosco estaba tan impresionado ante tales
maravillas siderales, que a menudo hablaba con los
amigos de la enorme distancia de los astros tan
próximos a nosotros, tan lejos de la tierra y
visibles, y de su inmenso volumen. Y se complacía
en contar los diez millones de años que se
necesitarían, con la velocidad de la luz, de
trescientos mil kilómetros por segundo, para
llegar a algunas estrellas.
-Nuestra mente se pierde, exclamaba, y no puede
formarse una pequeña idea. íQué maravillosa es la
omnipotencia de Dios!
Con estos sublimes pensamientos entraba en la
habitación; pero no descansaba, más que cuando la
fatiga le constreñía. Entonces, vestido como
estaba y sin darse cuenta de ello, se echaba sobre
la cama y así se quedaba durmiendo hasta la
mañana. A veces era atormentado por el insomnio y
en aquellas pocas ((**It4.204**)) horas
que estaba en el lecho rezando, daba rienda suelta
a la fantasía en torno a sus proyectos y a la
forma de realizarlos: se comportaba de noche, lo
mismo que de día. El que dormía en la habitación
contigua, al oír un grito, y temiendo que a don
Bosco le pasase algo, entró varias veces en su
cuarto improvisadamente y de puntillas. Y le vio
acostado, dormido, boca arriba, con la cabeza un
poco levantada, las manos juntas sobre el pecho y,
tan bien compuesto, que parecía uno de esos
cuerpos de santos, que se conservan en los altares
para veneración de los fieles dentro de una urna
de cristal. Nosotros mismos podemos atestiguarlo a
la par de muchos otros.
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