((**Es4.160**)
había tomado el segundo plato o solamente el
primero, no supo responder. Lo mismo sucedía si,
inmediatamente después de levantarse de la mesa,
se hablaba por cualquier circunstancia de lo que
habían servido. Estaba tan acostumbrado al dominio
del sentido del gusto, que casi había perdido su
estímulo.
En efecto, predicaba en cierta ocasión
ejercicios en una parroquia del campo; hacia el
final de los mismos se levantó bastante tarde una
noche del confesonario y fue a la casa parroquial
cuando todos, incluido el párroco, se habían
retirado a dormir. Como tenía hambre, entró en la
cocina para cenar un poco. Al resplandor de una
lamparilla allí encendida, miró a ver si le habían
guardado un plato de sopa, y vio un pucherito en
el hornillo, sobre la ceniza caliente. Pensando
que aquello fuera la sopa, lo sacó, tomó una
cuchara y comió tranquilamente lo que él creyó una
sopita de sémola. Pero ((**It4.200**)) ícuál
no sería, a la mañana siguiente, el asombro de la
cocinera, al buscar el almidón, que había
preparado para planchar, y no encontrarlo! La
buena mujer no acababa de lamentarse. El párroco
sospechándolo, preguntó a don Bosco y supo, con
gran maravilla de su parte, como él no se había
dado cuenta de que había comido el almidón.
Después contaba a menudo el caso y describía a sus
amigos la admirable mortificación del siervo de
Dios.
Andaba don Bosco tan lejos de dar gusto a su
paladar, que, como los santos, parecía
experimentar una especie de repugnancia cada vez
que debía sentarse a la mesa. En más de una
ocasión hizo como quien se enfada por tener que
sujetarse a esta necesidad y decía:
-íQue todos los días tenga el hombre que
sujetarse a esta bajeza de alimentarse!
Y repetía frecuentemente:
-De dos cosas me gustaría prescindir: de dormir
y de comer.
Necesitaba a menudo que alguien le avisase a la
hora de comer, porque de otro modo se olvidaba.
Muchas veces no se acordaba de si ya había
comido. Salía a lo mejor por la mañana a la
ciudad, volvía hacia las dos de la tarde y se
sentaba al escritorio. Margarita, creída que ya
había comido en casa de algún bienhechor, recogía
lo que había preparado, levantaba los manteles y
apagaba el fuego. Hacia las cuatro, no aguantaba
su mente, se le enturbiaban los ojos y decaían sus
fuerzas; entonces dejaba don Bosco la pluma y
pensaba:
-Pero >>por qué me da vueltas la cabeza? >>No
estaré bien de salud?
(**Es4.160**))
<Anterior: 4. 159><Siguiente: 4. 161>