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carne, como él decía, porque advertía que podría
fomentar las pasiones. Fue con tal motivo cuando,
sin quererlo, hizo una ingenua confesión de su
espíritu penitente, diciendo: <>. Y añadía
maravillado: <<-Tal vez los demás no son tan
sensibles como yo, y no necesitan emplear las
mismas precauciones...>>.
En general él se abstenía de toda suerte carne;
más aún, parecía que la tuviese horror, y, por
cuanto le era posible, evitaba comerla, so
pretexto de que su dentadura, muy gastada, le
dolía y no podía masticar. Pero, enemigo de toda
singularidad, solía aceptar lo que se ofrecía. Si
le preguntaban qué porción prefería, acostumbraba
decir: -íPara mí, la porción de carne más
agradable es la más pequeña!- Pero dejaba una
parte en el ((**It4.196**)) plato,
y el trozo que comía no lo sazonaba con sal.
Solamente, en los últimos años de su vida, se
avino a tomarla con mayor frecuencia, obligado por
las prescripciones de los médicos.
Después de comer, cansado de las malas noches
de insomnio, de trabajo, o de diabólicas
vejaciones, tal como se lo confió a monseñor
Cagliero y a varios de sus íntimos, rendido de
cansancio, vencido por la fatiga, a veces dormía
un rato en la mesa, sentado sobre la silla y sin
apoyo, reclinando la cabeza sobre el pecho.
Entonces los presentes, de puntillas, salían del
refectorio para no despertarlo. Pero nunca durmió
la siesta en la cama, ni siquiera en los últimos
años. Era éste el momento más pesado del día para
él, porque acostumbraba salir a la ciudad, a
visitar bienhechores, cumplir asuntos urgentes y
buscar socorros para su obra. Atormentado por el
sueño, tomaba por compañero a un muchacho
conocedor de la ciudad y le decía:
-Llévame a tal y tal sitio; pero, atento,
porque puede vencerme el sueño y hacerme tropezar.
Y, apoyando la mano sobre el brazo del
muchacho, caminaba, dormitaba, como si le bastara
aquel movimiento y aquel momento de sopor para
reparar el cansancio por no haber dormido.
Una vez, después de haber pasado varias noches
de insomnio, se olvidó de tal precaución y se
encontró, totalmente solo, en la placeta de Ntra.
Sra. de la Consolación, casi sin saber dónde
estaba y adónde quería ir. Un zapatero, que vivía
allí al lado, se acercó y le preguntó qué le
pasaba: si se encontraba mal, o si estaba de mal
humor:
-No, le respondió don Bosco; pero tengo sueño.
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