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poco de aceite sin refinar. Don Bosco siguió
comiendo; pero aquel señor, al oler el aceite,
hizo un gesto de desagrado y lo dejó todo. Los
clérigos que comían con él, y que luego
describieron esta escena, a duras penas contenían
la risa. Como segundo plato, llegó a la mesa un
poco de cardillo cocido con sal y como postre una
loncha de queso fresco. El Abate no pudo tragar
nada y, a salir del Oratorio, se fue derecho a
casa del conde Agliano diciendo:
-Por favor, dénme algo de comer porque no me
tengo en pie.
Y contó lo sucedido, mientras todos se reían a
su gusto. El conde de Agliano conocía a don Bosco
y, en el entretanto, ya había bromeado sobre la
prevista desilusión del Abate, acostumbrado a la
abundante cocina de su casa con selectos manjares.
Así se pudo convencer, y lo dijo después en muchos
lugares, de que la comida de don Bosco era poco
envidiable.
Otro famoso eclesiástico, y por fines diversos,
pero persuadido de que algo de verdad había en lo
que se decía de don Bosco, llegó al Oratorio para
tratar no sé qué asuntos. Era el canónigo de la
catedral César Ronzini. Al llegar la hora de
comer, don Bosco le invitó. De momento el canónigo
se excusó, pero después aceptó. El servicio, como
siempre, modesto y pobre: cocido y berzas. Pero
don Bosco, para honrar a su comensal hizo poner
unos entremeses. El canónigo agradeció mucho su
atención, y al despedirse dijo a su huésped:
-Me habían hecho creer que en el Oratorio había
una buena mesa para usted; pero ahora me persuado
de que la cosa es muy distinta.
Y mirándole con los ojos arrasados de lágrimas
y ((**It4.195**))
estrechándole la mano repitió:
-Don Bosco, estoy contento, muy contento.
Más tarde, con motivo de que algunos carecían
de energía física, hizo añadir algo más de carne a
la comida y mejoró la cena. Era ello necesario
para los que se entregaban al estudio y a los
trabajos del ministerio sacerdotal, y para
complacer a los que, procedentes de familias más
acomodadas, deseaban formar parte de la del
Oratorio. Había visto cómo algunos sacerdotes y
seglares que fueron a convivir con él, después de
probarlo durante varios meses, al fin, por no
poderse adaptar a su método de vida, habían tenido
que retirarse e inscribirse en otra orden
religiosa.
Sin embargo, dejó que la sopa y el pan fueran
siempre lo mismo que para los muchachos asilados.
Y le hemos oído muchas veces lamentarse de la
abundancia de
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