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que no rompía ni siquiera el ayuno, y finalmente
también esto lo dejó. Notaremos que observaba
rigurosamente las abstinencias prescritas por la
Iglesia, y que ayunaba todos los sábados, ayuno
que posteriormente cambió por el del viernes en
las reglas dadas a los salesianos.
Al sonar de las doce, ocupado a lo mejor en la
habitación por visitas, que fueron causa, como
veremos, de la mayor de sus mortificaciones,
resultaba que, de ordinario, llegaba muy tarde al
refectorio. Tanto más que, durante el trayecto, le
detenían algunas personas, que una tras otra
querían decirle u oír una palabra suya; y a lo
mejor se encontraba con algunas que no sabían de
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discreción y le entretenían por lo largo. Y él,
con admirable calma y paciencia, escuchaba,
respondía y buscaba cómo dar satisfacción a cada
uno. Si el que le hacía de secretario, protestaba
nerviosamente a los indiscretos, don Bosco le
decía que aguantase y dejase que todos pudieran
llegar a él, sintiendo mucho que tuvieran que
partir insatisfechos.
Al llegar al refectorio, si ya habían salido
los comensales, comía, rodeado de los muchachos
que llegaban y le circundaban quitándole casi la
respiración, ensordecido por su bulla, en medio
del polvo y de un ambiente poco agradable a los
sentidos, pero de gran satisfacción para él, que
no buscaba comodidades, sino el bien de sus
hijitos.
Nos decía monseñor Juan Cagliero:
<>. Pero él nunca se ocupaba
de las prevenciones de su madre. Siempre guardó la
máxima de San Francisco de Sales: <> y también el consejo del Señor:
Manducate quae apponuntur vobis (comed lo que se
os ponga) 1.
Algún tiempo más tarde, en atención a sus
comensales, añadió a la sopa y al cocido un poco
de fruta o de queso, y en 1855 un segundo plato en
la comida, cuando llegaron algunos sacerdotes a
convivir
1 Luc. X, 8.
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