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les dejaba que, durante el verano, durmiesen una
media hora o tres cuartos en la sala de estudio o
en clase, apoyando los brazos o la cabeza sobre la
mesa o sobre el banco.
Solía decir: -Dadme un joven con sobriedad para
comer, beber y dormir y le veréis virtuoso, asiduo
en sus deberes, dispuesto siempre a hacer el bien
y, amante de todas las virtudes; pero, si un
muchacho es glotón, bebedor, dormilón, poquito a
poco tendrá todos los demás vicios. Se hará un
atolondrado, un holgazán, un inquieto y todo le
irá mal. Cuántos jóvenes se perdieron por el vicio
de la gula. Juventud y vino son dos fuegos. Vino y
castidad íno pueden estar juntos!
Sus palabras eran eficacísimas, porque sus
discípulos siempre le vieron a él sobrio en todo.
Sin embargo, aunque su espíritu penitente fuese
heroico, como el de San Felipe Neri, por su saber
hacer y para mayor mérito, no pudieron advertirlo
durante años y años, muchísimos ajenos a la casa,
que le conocían sin serle familiares. Los mismos
que estaban constantemente a su lado, sólo se
formaron un seguro juicio de ello después de
muchas y largas ((**It4.185**))
observaciones, dado que él era tan jovial y
chispeante. Estos fueron, desde el principio hasta
el fin de su vida, testigos continuos y a veces
importunos, de día y de noche, en casa y fuera de
ella, y hasta de su más mínima acción. José
Buzzetti desde 1841, Ascanio Savio desde 1848, y
desde 1852 Miguel Rúa, Juan Cagliero, Francisco
Cerruti, Juan Bonetti y finalmente Joaquín Berto,
que fue su secretario íntimo desde 1864 y su
confidente, hasta casi 1888: con ellos, millares y
millares de cuyas bocas hemos recibido lo que
vamos diciendo.
No faltaron desde los primeros momentos los
críticos que interpretaban menos rectamente
algunos de sus actos, juzgándolos solamente por
las apariencias; pero tuvieron que volver sobre sí
después de un examen apasionado. Vamos a contar un
hecho, sucedido hacia 1850, del cual nos escribió
José Brosio:
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