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((**Es4.146**) El aceptó de buena gana, y predicó en Santa María la Nueva, en San Carlos, San Luis y San Eustorgio, como asegura don Luis Rocca por haber oído hablar de ello a sus parientes y paisanos milaneses. En alguna de aquellas iglesias no predicaba más que una sola vez al día, pero en otras hasta cinco sermones diarios. Mientras predicaba un triduo a San Roque, fue invitado por los padres Barnabitas, a algunos de los cuales había conocido en Moncalieri, ((**It4.180**)) a predicar unos Ejercicios Espirituales en Monza. Había entonces entre Milán y Monza el único ferrocarril que existía por tierras lombardas. Don Bosco salía de Milán a las diez y media de la mañana, predicaba en Monza, y a la una de la tarde estaba de vuelta en Milán para el triduo de San Roque. Eran muchísimos los que acudían a confesarse. Un día, mientras don Bosco se dirigía a su confesonario asediado de penitentes, un mocetón le agarró por la sotana, le arrimó a un banco en medio de la iglesia, un poco oscura por tener bajadas las cortinas, y le dijo: -íConfiéseme aquí! Don Bosco se sentó, se arrodilló el joven y se confesó. Terminada la confesión, dijo el mozo: -Usted confiesa igual, con las mismas palabras que cierto cura con el cual me confesaba yo en Turín hace años. ->>Y si fuera el mismo?, respondió don Bosco. -íUsted es don Bosco!, exclamó el joven mirándole a la cara. -íPrecisamente!, replicó el buen sacerdote. Rompió en llanto el mozarrón, víctima de la ternura y la alegría que experimentaba en aquel instante. Con su predicación no sólo no incurrió don Bosco en ningún peligro, sino que, en varios lugares, se encontró con soldados y oficiales austríacos los cuales le miraban con satisfacción. Tanto más cuanto que él aprovechaba el poco alemán, aprendido en 1846, para inspirarles algún buen sentimiento. Mientras tanto, siguiendo su buen ejemplo, hubo otros sacerdotes que se lanzaron a predicar, y el Arzobispo le agradeció más tarde su labor. Dieciocho días duró la predicación. Don Bosco volvió a Turín pasando por Magenta y Novara. Según su costumbre, confesó al conductor del carruaje y, en la ((**It4.181**)) venta de parada, a un mozo de cuadra de la caballeriza. Con los hosteleros se sucedieron las mismas graciosas escenas: tuvieron sermones e invitaciones a pensar seriamente en el alma. (**Es4.146**))
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