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((**Es4.145**) espero, en el juicio, donde todos hemos de comparecer y rendir estrecha cuenta de nuestras acciones; de todo lo que hemos hecho, del bien que no hicimos, del mal que realizamos...>>. Así hablaba sobre la eternidad. Resultaba curioso contemplar en la iglesia ciertos rostros, apostados solamente para observar si se le escapaba una palabra contra el Gobierno o contra la situación del momento. Y aún éstos, de vez en cuando se enjugaban alguna lágrima, aterrorizados por el pensamiento del juicio y del infierno. Todavía no había terminado el triduo de predicación de San Simpliciano cuando el día dos de diciembre, lunes después del primer domingo de adviento, comenzaban, a horas diversas, los Ejercicios Espirituales en el Oratorio de San Luis, que también debían durar tres días. Don Serafín había reunido a centenares de muchachos. Don Bosco, que hacía maravillas con los suyos en Valdocco, tuvo que ganarse también los corazones juveniles de Milán. Don Serafín Allievi lo atestiguaba muchos años más tarde, ante nosotros. Guardamos todavía los puntos principales de los sermones de don Bosco, anotados por él ((**It4.179**)) en un pedazo de papel. Sus primeras palabras fueron la leyenda de una madre que envía a sus dos hijos de viaje, en compañía de dos amigos, y les da los avisos necesarios para que lleguen sanos y salvos, con el tesoro que les ha entregado, a la lejana ciudad donde les aguarda su padre. Parten, pasan varias aventuras y se encuentran con un enemigo que se empeña en hacerles menospreciar los avisos maternos. Uno los sigue y logra el triunfo, el otro los desprecia y fracasa. Aplicación. Los dos hijos somos nosotros; la madre, la Iglesia; los compañeros, los ángeles custodios; el viaje, nuestra vida mortal; la ciudad, el Paraíso; el padre que les espera, el Señor; el enemigo, el demonio; el gran tesoro, nuestra alma. Sobre esta idea fundamental desarrolló los temas del fin del hombre, de la salvación del alma, del escándalo, de la muerte que se puede presentar de improviso, del sacramento de la confesión y del paraíso. Sus últimas palabras fueron las de los ejercicios de Giaveno. Les dejaba como recuerdo: <>. Entre tanto, sucedió que varios Rectores de iglesias, convencidos de que su predicación en San Simpliciano, no sólo no había proporcionado el menor pretexto para desórdenes ni violencias, sino que había alcanzado un gran fruto para las almas, le llamaron a sus iglesias. (**Es4.145**))
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