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espero, en el juicio, donde todos hemos de
comparecer y rendir estrecha cuenta de nuestras
acciones; de todo lo que hemos hecho, del bien que
no hicimos, del mal que realizamos...>>.
Así hablaba sobre la eternidad.
Resultaba curioso contemplar en la iglesia
ciertos rostros, apostados solamente para observar
si se le escapaba una palabra contra el Gobierno o
contra la situación del momento. Y aún éstos, de
vez en cuando se enjugaban alguna lágrima,
aterrorizados por el pensamiento del juicio y del
infierno.
Todavía no había terminado el triduo de
predicación de San Simpliciano cuando el día dos
de diciembre, lunes después del primer domingo de
adviento, comenzaban, a horas diversas, los
Ejercicios Espirituales en el Oratorio de San
Luis, que también debían durar tres días. Don
Serafín había reunido a centenares de muchachos.
Don Bosco, que hacía maravillas con los suyos
en Valdocco, tuvo que ganarse también los
corazones juveniles de Milán. Don Serafín Allievi
lo atestiguaba muchos años más tarde, ante
nosotros. Guardamos todavía los puntos principales
de los sermones de don Bosco, anotados por él
((**It4.179**)) en un
pedazo de papel. Sus primeras palabras fueron la
leyenda de una madre que envía a sus dos hijos de
viaje, en compañía de dos amigos, y les da los
avisos necesarios para que lleguen sanos y salvos,
con el tesoro que les ha entregado, a la lejana
ciudad donde les aguarda su padre. Parten, pasan
varias aventuras y se encuentran con un enemigo
que se empeña en hacerles menospreciar los avisos
maternos. Uno los sigue y logra el triunfo, el
otro los desprecia y fracasa. Aplicación. Los dos
hijos somos nosotros; la madre, la Iglesia; los
compañeros, los ángeles custodios; el viaje,
nuestra vida mortal; la ciudad, el Paraíso; el
padre que les espera, el Señor; el enemigo, el
demonio; el gran tesoro, nuestra alma. Sobre esta
idea fundamental desarrolló los temas del fin del
hombre, de la salvación del alma, del escándalo,
de la muerte que se puede presentar de improviso,
del sacramento de la confesión y del paraíso.
Sus últimas palabras fueron las de los
ejercicios de Giaveno. Les dejaba como recuerdo:
<>.
Entre tanto, sucedió que varios Rectores de
iglesias, convencidos de que su predicación en San
Simpliciano, no sólo no había proporcionado el
menor pretexto para desórdenes ni violencias, sino
que había alcanzado un gran fruto para las almas,
le llamaron a sus iglesias.
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