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espiaban y conocían casi todos los planes e
intrigas de los conjurados y redoblaban la
vigilancia. De cuando en cuando llegaban los
arrestos y gravísimas condenas por delitos de lesa
majestad, que amedrentaban a los ciudadanos. La
policía austríaca estaba ojo avizor, hasta sobre
el clero y predicadores, porque temía que desde
los púlpitos se hicieran llamadas a la
insurrección acabada de domar. Los párrocos, por
miedo al Gobierno, no se atrevían a empezar las
misiones de preparación para ganar el Jubileo; las
numerosas reuniones en las iglesias hubieran
podido apoyar efervescencias políticas o provocar
sospechas, prohibiciones y represiones. Los
oradores sagrados no osaban subir al púlpito, por
miedo a que una frase pudiera ser mal
interpretada.
En tan críticas circunstancias se alojaba don
Bosco ((**It4.176**)) en casa
de don Serafín Allievi y don Blas Verri, y
anunciaba al párroco de San Simpliciano que
empezaría enseguida la predicación del Jubileo en
su iglesia. Pero el párroco, quizá por sugestión
de tímidos consejeros, había cambiado de parecer:
observó que era muy distinto predicar en el
interior y como en privado, en el Oratorio de San
Luis, a predicar a una gran muchedumbre en una
iglesia pública, y declaró que, de ningún modo,
permitiría empezar la misión si hablar antes con
el Arzobispo.
-De eso me ocupo yo, respondió don Bosco.
Y sin más, se presentó a monseñor Romilli, para
pedirle permiso.
El Prelado, que era bien visto por la Corte de
Viena, no se lo negó, aunque primero, intentó
disuadirle. Mas al verle tan animado y sin miedo,
le dijo:
-Señor Abate, no tengo nada en contra; pero
predique bajo su responsabilidad. Si pasa algo, yo
no sé nada. Recuerde que vivimos tiempos
peligrosos.
-Yo predicaré, respondió don Bosco, como se
acostumbraba hace quinientos años.
-Es usted libre, le repito, concluyó el
Arzobispo. Si se siente con ánimos vaya y
predique. Yo no se lo mando, ni se lo aconsejo,
pero se lo
permito de buen grado. Recuerde, sin embargo, que
por mucha prudencia que use, nunca será demasiada.
Y don Bosco empezó a predicar en San
Simpliciano. Desde el primer sermón acudió un gran
gentío, lleno de curiosidad y ansia difícil de
describir. Parecía imposible la indiferencia
política en medio de aquella fiebre
revolucionaria. Se esperaba una cosa y era otra
muy distinta. El predicaba ni más ni menos que
como lo habría hecho
(**Es4.143**))
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