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Ellos le dejaron decir, murmuraron unas excusas
y partieron. Pero no tardaron en aparecer por
tercera vez, y, después de muchas vueltas, le
preguntaron si había sacado copia de aquellos
papeles. Al mismo tiempo le hacían saber que la
secta tenía medios para vengarse.
Don Bosco respondió francamente que no. En
efecto, la única copia se la había entregado a
quien debía. Insistían los otros y don Bosco
aseguró que en verdad había sacado otra copia,
pero que la había quemado; así que podían quedar
tranquilos. Hablaba de igual a igual, sin dejarse
intimidar.
Estaban aquellos señores para marcharse, cuando
volvieron atrás pidiéndole jurase guardar secreto.
Don Bosco se mostró ofendido de que le creyesen
capaz de causar daño a nadie y se negó a jurar;
pero prometió que nadie sabría por él nada que les
pudiera comprometer. Y así parece que terminó la
peligrosa molestia.
Pero aún acaeció un suceso, que no aseguramos
fuera consecuencia de aquel altercado. En aquel
mismo año, ((**It4.169**))
mientras don Bosco atravesaba una noche un trozo
oscuro de la Plaza Castillo, dos desconocidos se
acercaron a él, sacaron los puñales y le
acometieron. Pero un tal Rolando, que después
contó lo sucedido a don Miguel Rúa, pasaba con un
amigo cerca: advirtieron la celada, a los primeros
movimientos de aquellos granujas y acudieron
enarbolando los bastones de que iban provistos y
les obligaron a escapar.
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