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-No hable ahora de confesión; santígüese, >>es
malo santiguarse? Sería bueno que un abogado,
docto y apreciado como usted, no supiera hacer la
señal de la cruz...
-Ciertamente sé.
-Vamos a verlo. Yo no creo, si no veo.
->>Y quiere esto? Pues mire.
Y empezó a hacer la señal de la cruz. En el
nombre del Padre, etcétera.
Entonces don Bosco, sirviéndose de su don
especial de conocer exactamente, cuanto era
necesario, el estado de conciencia del ((**It4.162**))
penitente sin que hablase, y sin haber sido antes
confesado por él, comenzó a preguntarle:
-Dígame, señor abogado: >>cuánto tiempo hace
que no se ha confesado?
->>Pero, quiere confesarme?
-Ahora no hablamos de eso; déjeme a mí: ya sabe
usted lo que le he prometido: quiero tenerle
contento; escúcheme, entonces: >>hace tantos años
(y precisó el número) que no se ha confesado?
-Precisamente el tiempo que usted ha dicho;
pero, >>usted sabe que yo no quiero confesarme?
-íNo hable de eso!
Y, mientras tanto, seguíale diciendo:
-Por aquel tiempo sus asuntos iban de esta
manera y de la otra. Su estado era así y asá.
Y precisaba las cosas a las mil maravillas.
-Justo, justo; ísi parece que sepa usted mi
vida!
-Después, en aquella circunstancia, hizo esto e
hizo aquello.
-Es verdad, es verdad; me sabe mal, pero lo
hice. No quisiera haberlo hecho.
De este modo, uno tras otro, iba don Bosco
diciendo todos sus pecados al enfermo, el cual,
cada vez más pensativo y conmovido, exclamaba a
cada pecado que don Bosco le recordaba:
-Esto me sabe mal; esto me avergüenza; ílo hice
mal!
A cada expresión de arrepentimiento, tomábale
don Bosco de la mano y le decía:
-Amigo mío, sea valiente.
Estas palabras parecían herir su corazón, y
cada vez que don Bosco las repetía más le
conmovían y le hacían saltar las lágrimas. Así
llegó al término de su confesión, llorando a
lágrima viva como un niño sinceramente
arrepentido. Recibida la absolución exclamó:
-íDon Bosco! íUsted me ha salvado! En principio
no me hubiera
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