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mundo. Y, en efecto, sucedió en alguna ocasión que
fue acometido por un fortísimo dolor de muelas,
que no le dejó descansar de día ni de noche,
durante toda una semana. Habiéndole preguntado don
Miguel Rúa, qué le pasaba, manifestóle
confidencialmente que, para consolar a un pobre
moribundo, le había prometido cargarse él mismo
con las penas que el otro debería haber sufrido en
el purgatorio.
Por esta su bondad y pericia para cumplir el
sagrado ministerio, sucedía que muy a menudo era
llamado por parientes o amigos de enfermos que
rechazaban obstinadamente o diferían el
reconciliarse con Dios. Era preferido entre los
sacerdotes, por el convencimiento que había de que
él llegaba a persuadir con sus buenos consejos y a
ayudar a bien morir. Poseía en grado eminente lo
que san Pablo llama Gratias curationum.
Cierto abogado, feligrés de la parroquia de San
Agustín, cayó enfermo, y llegó a tal punto la
enfermedad que se perdió toda esperanza de
curación por su avanzada edad. La vida de este
abogado no había sido la de un modelo cristiano,
sino más bien la de un ateo, puesto que aborrecía
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cuestiones religiosas. Apenas supo el párroco su
situación, corrió a visitarle e hizo todo lo que
la caridad y la prudencia le sugirieron para
renovar en él los sentimientos cristianos y
poderle confesar; pero todo resultó inútil, y el
párroco fue rechazado groseramente. Acudieron
otros celosos sacerdotes, hicieron cuanto pudieron
y supieron: todo en vano; algunos que quisieron
insistir fueron rechazados de mala manera. El
enfermo repetía que no quería saber nada de
curas ni de confesión. Terminó por intimar a sus
familiares, que por ningún motivo, permitieran se
le acercase un sacerdote. Parecía totalmente
desesperada su conversión. Pero la caridad
sacerdotal supo encontrar nuevos medios.
El teólogo Roberto Murialdo, uno de los pocos
que le habían visitado, fue una mañana al Oratorio
a comunicar el caso a don Bosco, para que fuese él
a intentar la salvación de aquella alma que
amenazaba perderse. Dijo don Bosco que haría con
mucho gusto todos los posibles. Pensó el modo y
manera para visitar al enfermo, pero no encontraba
razón o pretexto para entrar en aquella casa. Sin
embargo, salió del Oratorio, se puso en camino, y
al pasar junto al Santuario de la Consolación,
entró en él y estuvo rezando a María Santísima por
el enfermo un momento. Después, se dirigió a casa
del abogado. Entró, subio las escaleras. Estaba ya
en el rellano, junto a la puerta, y aún no hallaba
la razón para entrar, calculando la acogida que
iba a tener, cuando, de repente, salió por un
corredor un
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