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detuvo allí solamente cinco o seis días y sostuvo
largas conversaciones con el Abate. Hablaron
también de los bienes eclesiásticos,
insidiosamente codiciados. Era cosa clara que las
antiguas formas de las órdenes religiosas no
podían subsistir frente a las usurpaciones con que
los Gobiernos amenazaban sus propiedades
comunitarias. Había, pues, que buscar un modo para
asegurar la existencia de una sociedad, de forma
que un Gobierno se encontrara frente al derecho
común de todo ciudadano y, al mismo tiempo,
continuara el sagrado vínculo de los votos. Don
Bosco había resuelto el problema en su mente, pero
el abate Rosmini había sido uno de los primeros en
conciliar las reglas de su Instituto el voto de
pobreza y la propiedad personal. Presentó a don
Bosco las Constituciones de los Sacerdotes de la
Caridad, y le relató su historia, sus motivos y la
aprobación obtenida de Roma. Había establecido que
todo miembro conservase el dominio de sus bienes
ante la autoridad civil, pero que no podía
enajenarlos ni disponer de ellos sin el permiso
del superior; y así, al paso que el voto de
pobreza quedaba esencialmente a salvo, se evitaban
los peligros de la propiedad colectiva. Al
principio, la cosa pareció tan nueva que la
Congregación romana, a la que se encomendó el
examen de las constituciones, puso graves
dificultades. Pero, habiendo observado que la
esencia de la virtud reside en el alma y no en las
cosas exteriores y que la pobreza religiosa
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consiste en el desapego de todo afecto a las
riquezas y en la pronta disposición de privarse de
ellas y profesar la pobreza efectiva, aquéllas
fueron aprobadas. Y terminaba diciendo:
-Nuestra Congregación no será nunca suprimida,
porque no ganarían nada con ello.
Sucedió en Stresa un hecho digno de mención.
Una rica y culta señora, Ana María Bolongaro,
había regalado al abate Rosmini una quinta, de las
mejor situadas, a orillas del Lago Mayor, con un
jardín y un bosquecillo anejos. Como quiera que
eran muchos los eruditos que iban a visitarlo para
conocerle personalmente, hablar con él y oír sus
enseñanzas, él, para no ocasionar molestias en la
casa del noviciado, había pasado aquel año su
residencia al palacete. Allí se reunía con sus
huéspedes para tratar de cuestiones científicas, y
se albergaban con mayor comodidad. Como don Bosco
moraba en el convento, Rosmini le convidó un día a
comer en la casa de la señora Bolongaro. Aceptó y
se encontró allí con una reunión de doctos y
filósofos de aquel tiempo, algunos de los
alrededores, otros llegados de lejos. Eran unos
treinta comensales. Estaban entre ellos Nicolás
Tommaseo, el poeta y novelista Grossi, el
napolitano Rogelio Bonghi,
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