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que ponían de relieve la necesidad de la
fraternidad que debía reinar entre los compañeros,
y especialmente la unión de los hijos del
Oratorio, para merecer las bendiciones de Dios. Y
alcanzó su intento. En breve cesó el lamentado
desorden y no se oyeron más murmuraciones sobre el
particular.
El joven Chiosso, que asistió al Oratorio por
aquellos años, asegura que don Bosco no castigaba
nunca, salvo rarísimas veces, cuando se trataba de
un muchacho rebelde y descarado, blasfemo, o
sorprendido en conversaciones inmorales. Y esto
solamente en aquellos casos en los que, salvo el
escándalo, hubiera sido fatal para el alma de
aquel incauto el despacharlo del Oratorio.
Difícilmente se enteraban los compañeros del
castigo impuesto; pero, si se traslucía, todos se
ponían de parte de don Bosco y decían:
-Ha hecho bien.
Y después los mismos culpables le daban la
razón, porque jamás ocurría que se dejara llevar
por el amor propio herido: su dulzura era
habitual.
Esa dulzura era el secreto de su sistema:
estaba firmemente persuadido de que para educar a
los muchachos es necesario abrir su corazón, poder
penetrar en ellos como en propia casa ((**It3.116**)) para
estirpar los gérmenes del vicio y cultivar las
flores de las virtudes nacientes. Su empeño era
formarlos, con sus buenos modales, para que fueran
expansivos, sencillos, espontáneos. Para ganarse
su confianza, procuraba por todos los medios que
le amaran y estuvieran persuadidos de que eran
amados. Los corazones
cerrados, que escondían sus secretos, casi siempre
sus vicios; los que se mantenían solitarios,
misteriosos, disimulados, hipócritas, eran su
tormento y estudiaba por todos los medios
ganárselos y adueñarse de ellos. El teólogo
Ascanio Savio que, como más adelante veremos,
convivió con él aquellos años, aseguró que don
Bosco usaba siempre buenos modales, paternales,
delicados, inspirados en la mansedumbre para
atraer a la virtud a los muchachos y que nunca se
le vio tratar a ninguno con modos descompuestos o
amenazar con castigos, ni siquiera a los más
traviesos o díscolos. Por eso precisamente el
Oratorio rebosaba de niños y de jóvenes, cuya
mayor parte recibía los sacramentos cada domingo.
Bastaba hablar con él una sola vez para quedar
prendado de la dulzura y elegancia de sus modales,
de la jovialidad de su trato, de la oportunidad y
gracia de sus palabras. Esto explica, en parte, la
fascinación que ejercía sobre sus muchachos, a los
que atraía irrestiblemente. De sus corazones
siempre abiertos y confiados, saltaba a sus
rostros ese atractivo especial que contituye,
diría yo,(**Es3.99**))
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