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afeitarse, escogía una barbería preferentemente de
las más frecuentadas en aquel momento. El barbero
recibía al recién llegado con las atenciones
proverbiales de los turineses y, acercándole una
silla, le rogaba esperase turno hasta que
terminara de servir a los que ya aguardaban. Don
Bosco echaba una mirada alrededor, se fijaba en el
aprendiz que preparaba las navajas y replicaba:
-Tengo prisa, no puedo esperar. Usted atienda
tranquilamente a estos señores. Ese muchachos que
está desocupado, podrá afeitarme a las mil
maravillas.
-Por favor, respondía el barbero; >>cómo se va
a hacer usted desollar por ese mocoso? Hace muy
pocas semanas que empieza a manejar la navaja:
pasaría un mal cuarto de hora. Además, es tan
parado, y tiene tan pocas ganas de aprender...
-Si embargo, replicaba don Bosco, me parece un
muchacho inteligente. Mi barba no es muy difícil.
Si usted permitiese que empezase a ensayarse con
mi cara, me daría un gran gusto. Ya verá usted
como todo acaba bien.
-Bueno, sea como usted quiere, concluía el
barbero; yo ya le he avisado, y hombre avisado...
-Gracias, respondía don Bosco.
Y después, volviéndose al jovencito, que se
había puesto como la grana de vergüenza por los
elogios ((**It3.58**)) de su
amo le decía:
-Ven aquí; ea, a ver cómo te luces: Estoy
seguro de que tu maestro tendrá que cambiar de
opinión sobre ti.
Y el muchachos, reanimado, dudaba primero y
después tomaba tranquilamente la navaja y
comenzaba a rasurar al pobre cura. No es fácil
decir lo que aquella mano inexperta hacía sufrir a
don Bosco. La navaja no afeitaba y muchas veces
arrancaba los pelos. Don Bosco, que sufría hasta
cuando el barbero era muy hábil en su oficio,
aguantaba en aquel momento una verdadera tortura.
Y, siempre tranquilo, no daba la menor señal de
dolor; el muchachos se serenaba cada vez más,
creyendo que lo hacía bien, y aumentaba su
simpatía para quien le había dado tan buena señal
de aprecio. No faltaban las pullas del maestro
burlándose del novicio y compadeciendo al cura,
pero don Bosco protestaba que el muchacho cumplía
muy bien su oficio. Terminada la dolorosa
operación, no siempre sin que las mejillas de don
Bosco hubieran recibido algunos cortes, los
elogios, que el muchacho recibía del buen siervo
de Dios, eran otros tantos vínculos que prendían
el corazón de quien estaba acostumbrado a no oir
más que reproches. Don Bosco(**Es3.55**))
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