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-íBah! íEs un cura!, decía un tercero
poniéndose de puntillas.
-íEs don Bosco!, aclaraba uno que lo conocía.
->>Y quién es don Bosco?, interrogaba un
campesino llegado al mercado.
-íQué sé yo!, contestaba el preguntado.
Siempre había alguien que satisfacía la
curiosidad de los forasteros diciéndoles lo que
sabía de don Bosco. Con todo esto crecía el
murmullo hasta convertirse en un confuso vocerío.
-íSilencio!, gritaban los muchachos.
-íSilencio!, repetían los otros.
Y para imponer silencio, como suele acontecer,
aumentaban los gritos.
Don Bosco, entonces, subía sobre un escalón o
sobre una silla que le traían de algún tenducho
vecino; ((**It3.48**)) o bien
buscaba un apoyo para no ser empujado y caer. La
gente se arremolinaba cada vez más para oír y
entonces empezaba a predicar. A veces llegaban a
juntarse centenares de personas. Hasta los
tenderos se asomaban a la puerta de sus tiendas
para escucharle. Acudían también los municipales
y la policía, por miedo a que aquel cura
ocasionara un desorden y, después, ellos mismos se
quedaban a escuchar. Seguro que, difícilmente, se
podían oír sermones más populares y eficaces. Don
Bosco contaba un ejemplito ameno o un episodio de
la historia antigua y contemporánea, y sacaba
siempre una moraleja práctica para su auditorio.
Ninguno siseaba. Hasta los más alejados, que nada
podían entender, no se atrevían a proferir
palabra, para no molestar. Cuando concluía, la
gente comentaba:
-Tiene razón don Bosco; lo primero es salvar el
alma.
Y muchos se retiraban, silenciosos y
pensativos. A veces repartía medallas y entonces
la cola que se hacía no tenía fin.
En tales ocasiones lo difícil era escapar de
aquel lugar, porque todos querían seguirlo e ir
con él. Así que, cada vez tenía que inventar una
estratagema para desentenderse de tanta gente. Ya
se quitaba el sombrero y, simulando que se le
caía, se inclinaba y, así agachado, pasaba por
entre uno y otro. Ya escondiéndoselo bajo la
capa, se inclinaba, pedía a un muchacho que le
prestara su gorra, se la calaba y así, parapetado
entre sus pilluelos, daba la vuelta a la esquina,
desaparecía y se
plantaba lejos, antes de que la turba cayera en la
cuenta. Ya se escabullía por los soportales; ya
entraba sin ser visto en una tienda y salía por
detrás par ir a sus asuntos.(**Es3.48**))
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