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tiempos y la falta absoluta de medios adecuados,
se aprestó a remediar el caso. Después de examinar
con calma las soluciones a tomar, confiando, como
siempre, en la divina Providencia, tomó la
resolución de albergar en su propia casa a los
seminaristas de la Archidiócesis.
Para tal fin, consiguió que el señor Pinardi le
ayudase a alejar algunos inquilinos que todavía
ocupaban una estancia en la planta baja de su
edificio. Estos se enfurecieron, amenazaron a don
Bosco y a su madre y al mismo propietario, y hubo
que desembolsar bastante dinero para que se fueran
en paz. De est manera se alcanzaron dos ventajas
espirituales: se apartaron del vecindario
individuos de mal vivir, que durante muchos años
hicieron de aquel lugar una cueva de ladrones, al
extremo de que, a
veces, aparecían en el patio personas que
obligaban a cerrar ojos y oídos para no ver ni
oír, lo que acarreaba graves molestias. Otra
ventaja, muy importante por cierto, fue que, al
disponer de más locales, don Bosco pudo empezar a
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algunos seminaristas, desperdigados acá y allá, y
tenerlos consigo. Se unieron a Ascanio Savio los
seminaristas Vacchetta, Chiantore, los dos
Carbonati y, en noviembre de 1850, Damusso y, poco
a poco, otros más. Alguno, que era de familia
acomodada, pagaba la pensión de cuarenta y cinco o
treinta liras mensuales; otros, una pequeña
cantidad, y los pobres fueron admitidos
gratuitamente. Vivían y estudiaban en el Oratorio
y se sentaban a la mesa de don Bosco, que tomaba
la misma menestra que los muchachos y los mismos
manjares que se servían a los seminaristas. Mañana
y tarde iban a clase a los locales dejados libres
por el Gobierno en el edificio del seminario. En
las habitaciones de la fachada, donde vivían con
el Rector, canónigo Vogliotti, los otros
Superiores, con los profesores de física,
filosofía y teología moral, recibían la clase
correspondiente al curso a que pertenecían. Para
el aula de teología especulativa había que subir a
un entresuelo amplio y medio a oscuras, donde el
mueble más vistoso
era el fogón de una cocina, cubierto con tablas
unidas y clavadas; había otro mísero cuartucho
contiguo. Allí explicaban sus tratados los
teólogos colegiados Francisco Marengo, Francisco
Molinari, Bernardo Appendini, Allais, amigos
sinceros de don Bosco. Profesor de filosofía era
el teólogo don Lorenzo Farina. Casi todos los
alumnos procedían del Oratorio y estaban animados
de un vivo deseo de progresar en los estudios. A
algunos les enseñaba filosofía y matemáticas, en
su propia habitación, el teólogo colegiado Augusto
Berta, más tarde canónigo en la Congregación de
San Lorenzo y profesor del seminario
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