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de toda especie. La mayor parte de ellos
pertenecía a las llamadas <> (Pandillas del Barrio Vanchiglia),
numerosas pandas de muchachotes juramentados entre
sí con pactos de defensa mutua, capitaneados por
los mayores y más audaces. Eran insolentes y
vengativos, prontos a llegar a las manos con el
menor pretexto de una ofensa recibida. Como no
tenían ningún trabajo, crecían ociosos y
entregados al juego y al hurto de bolsas y
fardeles. Las más de las ((**It3.45**)) veces
acababan en la cárcel y, cumplida la pena de sus
fechorías, volvían a Puerta Palacio, donde
continuaban con mayor maestría y malicia sus bajas
costumbres.
Don Bosco, pues, solía ir cada mañana a esta
plaza, donde había conocido a cierto número de
aquellos jóvenes, cuando su Oratorio festivo se
trasladó desde el Refugio hasta la Iglesia de los
Molinos. Empezó a tratar con alguno de ellos,
primero, con la excusa de preguntarles la
dirección de alguna calle o de hacerse limpiar los
zapatos, y después, saludándoles al pasar a su
lado. Tanto más que a algunos los había conocido
en las cárceles, que siempre seguían siendo parte
de su campo de apostolado.
Se detenía aquí o allí con algún grupo,
haciéndoles reír con algún chiste, interesándose
por su salud, o por la ganancia hecha el día
anterior y, al mismo tiempo, les manifestaba su
suerte por haberse encontrado con ellos; aún más,
a veces les decía que había pasado aposta por allí
por el gusto de verles y saludarles. Poco a poco,
llegó a conocer a todos por su nombre y hablaba
con ellos, con la confianza de un padre con sus
hijos, de la necesidad de ganarse el paraíso.
Cuando se encontraba con alguno a solas, con
una habilidad totalmente suya, que nadie
conseguirá describir dignamente, le preguntaba
cómo iban las cosas de su alma y si se confesaba.
El joven respondía con sinceridad, pero en cuanto
a la confesión rara vez decía que sí, porque casi
no sabía qué fuese el sacramento de la confesión.
-Bueno, respondía don Bosco; ven a visitarme y
yo te enseñaré a confesarte y quedarás muy
contento.
Para ganárselos más, alguna vez compraba en
aquel ((**It3.46**)) mercado
uno o dos cestos de fruta. Decía a los más
próximos:
-Llamad a los otros. Ea, una manzana para cada
uno.
Y era inmensa la alegría de los que recibían el
inesperado regalo.
Mientras recorría el trozo de calle que va de
Puerta Palacio a(**Es3.46**))
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