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otras industrias sin cuento. Aborrecía tanto la
ofensa de Dios, que se habría sacrificado mil
veces al día para impedir tan sólo una. "->>Cómo
es posible, exclamaba, que una persona sensata que
crea en Dios, pueda determinarse a ofenderle
gravemente?".
>>Si uno cometía una falta grave, él se
entristecía como no lo hubiera hecho por cualquier
otra desgracia y, lleno de pena, decía al
culpable: "->>Por qué tratar tan mal a Dios, que
nos quiere tanto?". Y, a veces, le vi llorar.
Todas sus palabras, lo mismo en privado que en
público, miraban a inspirar horror al pecado>>.
Añadía don Ascanio Savio: <>Recomendaba frecuentemente a todos que
rezaran las oraciones con devoción, que
pronunciaran bien ((**It3.588**)) las
palabras, atendiendo además al significado de las
mismas. Exigía como profesión de fe que todos
hiciesen con recogimiento y veneración la señal de
la cruz, y no tenía reparo en llamar cortésmente
la atención hasta a los sacerdotes que se
santiguaban con poca gravedad. En los sermoncitos
de costumbre, de la noche, demostraba la necesidad
de emplear bien el tiempo, de hacerlo todo para
mayor gloria de Dios, familiarizando a los
muchachos con la frase de San Ignacio: Omnia ad
maiorem Dei gloriam (Todo a la mayor gloria de
Dios) y los exhortaba con frecuencia y
encarecidamente a trabajar y sufrir de buen grado
por nuestro Señor Jesucristo. Y él, aunque era de
constitución sensibilísima, se mantenía siempre
igual, ya fuera el tiempo nublado, seco o húmedo,
ya hiciera viento, frío o calor. Se hubiera dicho
que no lo sentía. Su vida era un continuo
sacrificio y su comida una mortificación.
>>Quería que en los patios y en todas las
dependencias de la casa los internos y externos
tuvieran ante sus ojos el Crucifijo y la imagen de
María, para que se acostumbraran a vivir en la
presencia del Señor. Y el pensamiento de la
presencia divina estaba tan vivo en su mente que
se transparentaba en su fisonomía. Cuando yo le
observaba, me sentía provocado a exclamar:
Conversatio nostra in coelis est (Nuestra
conversación está en el cielo). Doquiera se
encontrase, en la mesa, a solas en su pequeña
habitación, guardaba siempre ejemplar compostura:
tenía recogida su mirada, la cabeza algo
inclinada, como quien está ante un gran
personajes, o mejor, ante el Santísimo Sacramento
del Altar. Aunque era de índole muy sociable,
cuando iba solo por la calle, difícilmente
reparaba en las personas
(**Es3.451**))
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