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terminaba, la repetían los otros, lo mejor que
podían, ayudados, sostenidos y animados siempre.
Casi nunca se abría en clase el libro de
gramática; solamente se lo tenía allí para aclarar
una duda, cuando era necesario o para consultar
algún punto olvidado. Y disciplinadas las mentes
para el trabajo, se iba a buen paso. Con las demás
materias, se procedía lo mismo que con la
gramática. Dadas las ocho, iban a desayunar y a
recreo. Después a estudiar, sin levantarse hasta
mediodía.
A las dos de la tarde, los reunía don Bosco de
nuevo y se reemprendían las clases. No ignoraba
que el arco demasiado tenso puede quebrarse; por
eso, un día sí y otro no, los llevaba de paseo,
desde las cuatro a las siete de la tarde y así los
mantenía sanos de cuerpo y despiertos de mente.
Pero no los perdía de vista ni un momento, y
cuando se sentaban en la plaza frente a Nuestra
Señora del Campo, en la Plaza de Armas o en la
Avenida de Rívoli, aquel infatigable maestro
reanudaba sus lecciones de otra forma más
agradable. Les hacía ((**It3.574**)) repetir
bonitamente las explicaciones dadas, y éstas iban
quedando más grabadas en su mente juvenil, sin
fatigarse. Cierto que estas lecciones a campo
abierto eran una tentación para alguno de ellos,
que hubiera preferido jugar a estudiar; y en
realidad, más de una vez intentaron la desbandada
unos tras otro. Pero don Bosco no se dejaba vencer
por condescendencias inoportunas; siempre
tranquilo, recogido, firme e inflexible en sus
determinaciones, nunca permitió que se perdiera el
menor rato de aquel ocio. Mantuvo este sistema
casi hasta acabar el 1850.
Aquel año ponía de relieve don Juan Giacomelli
las excelencias de su método de enseñanza,
atestiguando los maravillosos resultados que
obtenía.
A la par que andaba don Bosco tan ocupado por
el progreso de aquellas clases comenzó a idear la
redacción de un Reglamento para su albergue de
Valdocco y para los colegios de estudiantes que
pensaba fundar. Comenzó, pues, por estudiar el
método educativo empleado especialmente en los
establecimientos benéficos y en las casas
religiosas de educación para muchachos. Visitó,
además, con la mayor atención, varias
instituciones de Turín y de otros lugares del
Piamonte.
A finales de 1849, envió también al director
del Oratorio de San Luis, don Pedro Ponte, a
Milán, Brescia y otras ciudades para informarse
sobre la organización y costumbres religiosas,
profesionales, disciplinares y económicas de
algunos establecimientos destinados a
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