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paciencia, nos daba clase, nos repetía cien veces
las mismas reglas, acompañadas de frecuentes
ejercicios, cuando era preciso, y lo era con
frecuencia, hasta que sabíamos dar razón de la
última explicación con nuestras respuestas. Muchas
veces, por miedo a ser preguntado, me ponía lejos
de mi buen maestro, pero él me llamaba amablemente
y me proponía una frasecita para traducir, nombres
a declinar, verbos a conjugar. Y, aunque éramos
lentos para aprender, no se cansaba de repetir...
Adiós, casa querida donde recibí pruebas de cariño
paternal, para animarme a ser bueno>>.
Fue en aquel otoño cuando don Bosco se encontró
con un joven de quince años, que después sería su
brazo derecho y apoyo para muchas cosas, testigo
fiel de sus virtudes y que moriría misionero en la
república del Ecuador. Habiendo ido a Ramello,
aldea de Castelnuovo de Asti, a ((**It3.555**)) casa de
Carlos Savio para comprar uvas, éste, que era
padre del clérigo Ascanio, y había preparado la
comida para los muchachos del Oratorio, presentó a
don Bosco otro hijo suyo, llamado Angel, y le rogó
quisiera
admitirlo entre sus discípulos. Don Bosco lo
aceptó gustoso y al año siguiente, 1850, se lo
llevó consigo a Turín.
Después de celebrar la novena y la fiesta del
Santo Rosario los muchachos dejaron I Becchi. Don
Bosco fue a reunirse con ellos en Turín unos días
después.
Iba, ya anochecido, don Bosco, a solas, del
caserío de I Becchi a Buttigliera; o, como otros
cuentan, desde Capriglio a Castelnuovo. A mitad
del viaje, descubrió en medio del camino,
flanqueado por el bosque, que lo hacía más oscuro
y desierto, a un mozalbete sentado en un ribazo de
la orilla. Cuando éste vio al sacerdote que se
acercaba, bajó y salió a su encuentro pidiendo
socorro. Pero el tono de su voz amenazadora daba a
entender que la petición era una intimación. Don
Bosco, sin perder la
serenidad, se paró y le dijo:
-Un poco de paciencia.
-íQué paciencia ni qué! Entrégueme el dinero o
le mato.
-Dinero para ti no tengo; la vida me la ha dado
Dios y sólo él me la puede volver a tomar.
En aquel sitio y sin testigos era fácil dar un
golpe. Pero don Bosco, aunque el muchacho llevaba
el sombrero echado sobre los ojos, le había
reconocido: era hijo de un propietario de aquellos
contornos, a quien él había catequizado y
confesado en la cárcel de Turín, de la que había
salido hacía pocos días, gracias a su
recomendación al Procurador del Rey. En aquel
momento, con la oscuridad de la noche y la natural
turbación que le agitaba al cometer el delito, no
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