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encontrado quien le respondiera; porque él,
obediente a su misión, quería fundar una
congregación religiosa en unos tiempos en los que
todo conspiraba contra sus designios. Los
gobiernos se aprestaban a una guerra despiadada
contra las órdenes religiosas, confiscándoles sus
bienes y procurando su extinción. Ya se había
dispersado a alguna congregación. El teatro, las
novelas, los periodicuchos, con infames y atroces
calumnias y con la burla repartida a manos llenas,
hacían aborrecer al pueblo la vida del claustro.
La sociedad estaba saturada de prejuicios: se
manifestaba a menudo públicamente desprecio por
los religiosos. La palabra fraile sonaba a insulto
para todos. El mismo clero secular era, en gran
parte, hostil a los hábitos y cogullas, unos por
interés, otros por envidia. Entre los mismos
religiosos, muchos aguantaban de mala gana el yugo
de la regla y parecían dar razón a las críticas e
invectivas de los impíos, periodistas y
novelistas. Todo este ambiente hacía dificilísimo
encontrar
vocaciones para tan noble estado.
Con todo, don Bosco debía buscarlas, debía
juntar las piezas para un gran edificio
espiritual, debía formarse un escuadrón de
religiosos. Esta era su misión, y el espíritu del
Señor le hizo comprender el misterio del sueño, en
el que ((**It3.548**)) las
fieras se habían trocado en corderos, y cierto
número de éstos en pastores. Tenía, por tanto, que
dirigirse a la clase de jóvenes que le había sido
indicada. Mas preveía que también éstos le
volverían la espalda, si desde un principio les
decía que quería
hacerles religiosos. Por esto debería proceder con
gran cautela e ir ganando terreno en sus
corazones, poco a poco, sin que ellos se
apercibieran.
Era la suya una empresa muy ardua.
Los fundadores de todas las demás órdenes
religiosas habían encontrado, entre los primeros
agregados a su sociedad, hombres maduros en
virtud, ciencia, experiencia del mundo y del
espíritu. Eran vocaciones formadas, que se debían
y podían probar, aún sometiéndolas a duras
pruebas. El mundo de entonces aplaudía a quien se
consagraba a Dios.
Pero no se le presentaban las cosas así a don
Bosco. Tenía que formar una congregación, sin
contar, humanamente hablando, con los elementos
para ello. No se trataba de probar vocaciones,
sino de crearlas. Si quería colaboradores píos y
doctos, debería formárselos él mismo. Ni soñar con
hablar de experiencia, ni de espíritu, ni de
mundo. Debería don Bosco infundirla en los que se
decidieran a seguirle.
Totalmente solo, sin medios ni apoyos humanos,
debía sacar del
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