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pudieron ser testigos del hecho. El hijo,
volviéndose a su madre, le dijo:
-Don Bosco me salva del infierno.
((**It3.498**)) Y así
estuvo casi dos horas, dueño absoluto de su mente.
Durante todo aquel tiempo, aunque se movía,
hablaba y miraba, su cuerpo permaneció siempre
frío, como antes de despertar. Entre otras cosas,
repitió a don Bosco recomendase mucho, y siempre,
a los muchachos la sinceridad en la confesión.
Don Bosco por fin le dijo:
-Ahora estás en gracia de Dios: tienes el cielo
abierto. >>Quieres ir allá arriba o quedarte aquí
con nosotros?
-Quiero ir al cielo, respondió el muchacho.
-Entonces, íhasta volver a vernos en el
paraíso!
El muchacho dejó caer la cabeza sobre la
almohada, cerró los ojos, quedó inmóvil y se
durmió en el Señor.
Sin embargo, no hay que suponer hicera gran
ruido en la ciudad cuanto se ha narrado. Don Bosco
actuó con la mayor sencillez, afirmando que el
muchacho no estaba muerto. El continuo
desconcierto político y belicoso de los primeros
meses de aquel año, distraía y preocupaba
demasiado los espíritus, y además, el sentimiento
delicado del honor y del respeto a la memoria del
hijo, debió impedir que la misma familia hablara
del asunto con personas extrañas, así que hasta
con los vecinos se empezó a callar,
si es que no hubo absoluto silencio desde el
principio. Con todo, se corrió la voz entre los
compañeros del muerto y la fama perduró
indubitable en el Oratorio durante muchos años,
como de algo certísimo. Se conocía el lugar y el
rótulo de la fonda, el nombre del joven, su
apellido, la nacionalidad de la familia, y su
vieja amistad con don Bosco, el cual, en efecto,
había ido allí a primeros de 1849 para invitar a
un hermano de Carlos a ir él también al Oratorio
festivo. Este fue una sola vez, partió voluntario
a la guerra, luchó en Novara, cayó herido y fue
llevado a su casa, donde murió.
((**It3.499**)) Y por
citar algunos nombres de entre los centenares de
quienes conocieron estos hechos, traeremos en
primer lugar el de José Buzzetti, el cual, si no
fue testigo ocular, lo fue de oírlo contar
inmediatamente después, a quien había estado
presente, puesto que él, después avanzado ya en
años, no admitía la menor duda, como muchas veces
nos afirmó. Participaron con él esta certeza
monseñor Juan Cagliero, Enría, que entró en el
Oratorio en el 1854 y don Juan Garino y don Juan
Bonetti que
ingresaron en el 1857 y enseguida supieron este
portento por sus condiscípulos. En el 1864 se lo
contaban
(**Es3.387**))
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